martes, 24 de mayo de 2011

"CRONOS" (1993), de Guillermo del Toro


El vampirismo ha sido una temática capital para el cine ya desde los tiempos silentes. Ahí está “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, 1922) de Friedrich Wilhelm Murnau, que daba comienzo a toda una historia de adaptaciones, revisiones, reinterpretaciones y ciclos que tienen su origen en la famosa novela de Bram Stoker “Drácula”, publicada por primera vez en 1897, y en otras obras literarias menos conocidas por el gran público, como “El vampiro” (1819), de John William Polidori, o “Carmilla”, de Joseph Sheridan LeFanu (1872), que incluso pudieron servir de inspiración directa para el autor irlandés. Desde entonces, el cine de vampiros creó dos grandes iconos, cuyos nacimientos corresponden a los dos momentos más trascendentales de la vida del personaje en el cine. Hablamos de la versión del conde a la que insufló vida Bela Lugosi en el “Drácula” (Dracula, 1931) de Tod Browning, producida por Universal, y de su posterior reinterpretación y renacimiento a cargo de Christopher Lee en la adaptación de la novela que produjo Hammer Films y dirigió Terence Fisher, “Drácula” (Dracula, 1958), que, a raíz de sus más que evidentes connotaciones sexuales, ha quedado como la más canónica versión del mito, a la que siguió todo un ciclo dedicado al personaje dentro de la productora británica.

Esos dos hitos, con sus variaciones, marcaron lo que sería la caracterización general del vampiro como personaje cinematográfico durante toda la historia del cine. No obstante, algunos autores se han esforzado en modernizar o actualizar la esencia del personaje, ya no desde un punto de vista icónico, por lo tanto eminentemente visual, sino atacando el concepto en sí mismo y aligerándolo de elementos fantásticos, de manera que, aun manteniéndolos en cierta forma, lo hicieron desde una perspectiva más realista, más asumible en un contexto urbano, moderno y cosmopolita. Y no estoy hablando del triste revival vampírico de los últimos años, iniciado con la deleznable “Crepúsculo” (Twilight, 2008), de Catherine Hardwicke, que se ha empeñado en mostrar al personaje de un modo muy distinto a lo que es en realidad, pervirtiendo su significado y, quizás, obligando a perder (echando a perder, también se podría decir) el verdadero conocimiento del mito a varias generaciones de jóvenes espectadores que se enfrentaban a él por primera vez. Tres son los intentos más notables a la hora de traspasar la barrera de lo gótico, de los tópicos más conocidos y de esa caracterización del vampiro como un fatal y oscuro aristócrata de colmillos lujuriosos. Hablo de la esteticista “El ansia” (The Hunger, 1983), de Tony Scott, de este “Cronos” (Cronos, 1992) de Guillermo Del Toro y de la preciosa y ya célebre “Déjame entrar” (Låt den rätte komma in, 2008), de Tomas Alfredson, que ya tuvo su posterior remake con “Déjame entrar” (Let Me In, 2010) de Matt Reeves. En su caso son tres modos muy distintos de traer al vampiro al mundo contemporáneo, alejándolo de su carácter mitológico y adaptándolo a territorios más pragmáticos, como lo es el actual universo en que vivimos, donde difícil es dar cabida a leyendas ancestrales y supersticiones populares.

1. “Cronos” es la primera película del mexicano Guillermo Del Toro, que tras varios cortos y trabajos para la televisión inició una andadura en el cine que, hasta el momento, siempre le ha llevado dentro de los márgenes de lo fantástico. Alternando el más puro cine de Hollywood, con la comercialidad bien entendida como premisa, aun sin que eso le haga perder su idiosincrasia como autor –“Mimic” (Mimic, 1997), “Blade II” (Blade II, 2002), “Hellboy” (Hellboy, 2004) o “Hellboy II. El ejército dorado” (Hellboy II. The Golden Army, 2008)–, con cintas más localistas, sugerentes, arriesgadas y personales –“Cronos” (1992), “El espinazo del diablo” (2001) o “El laberinto del Fauno” (2006)– se ha convertido en uno de los referentes incuestionables del cine fantástico actual, en uno de esos cineastas que siempre generan las mayores expectativas para el aficionado al género, dando el relevo a los ya caducos Carpenter, Romero o Craven; al menos hasta que estos demuestren lo contrario, si es que no debemos dar ya por terminada su vida útil.

En su momento “Cronos” fue una de las películas más caras del cine mejicano; Del Toro incluso tuvo que hipotecar su casa para hacer frente al presupuesto necesario para realizar la película tal y como la quería, no llegando nunca a ganar ni un peso con ella y solo saldando su deuda con el banco cuando cuatro años después cobró su sueldo como director de “Mimic”. El presupuesto previsto de un millón de dólares –una vez hubo fallado el productor americano que debía hacerse cargo de una cantidad en torno a la mitad de ese presupuesto– creció hasta que el montante final (gastos financieros incluidos) llegó aproximadamente al millón y medio de dólares. La película no despertó muchas pasiones entre los críticos y la administración mejicana, que podía haberla apoyado. Pero todo cambió cuando durante su periplo por los festivales de medio mundo –especialmente en su paso por Europa– comenzó a reconocérsele la estima que sin duda merecía. Tal éxito crítico no produjo, no obstante, un positivo reflejo en la taquilla, pero significó para Del Toro una magnífica carta de presentación y la llave de la puerta de entrada a un Hollywood al que desde entonces se encuentra ligado de forma exitosa.

En “Cronos” ya son visibles algunas de las constantes del cine del director mejicano, como la inclusión de niños entre los actores principales, el tratamiento romántico de alguno de los personajes protagonistas, no sin la presencia de una cierta ambigüedad –nada maniquea– en la composición de los mismos, y la irremediable presencia de un villano, en su caso sí más de una pieza. Dice Guillermo Del Toro que si existe un pasaje que define perfectamente lo que significa para él el cine fantástico éste se materializa en la secuencia de “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931) –de James Whale– en la que el monstruo arroja a la pequeña María al lago, una vez ambos han terminado con la reserva de margaritas que lanzaban al agua para verlas flotar. Un lago, por cierto –como anécdota, viene bien saberlo– que se encuentra a tan solo cinco minutos de donde Del Toro tiene su hogar californiano: el lago Malibu. La inocencia del monstruo de Frankenstein –entendida como una pureza sin adulterar, de cuya ambigüedad emana cierta perversidad inconsciente y no reprimida, lugar donde se enfrenta la ternura a una villanía involuntaria– está muy presente en este primer largo, cargado de referencias obvias, pero tan sutilmente equilibradas que trascienden la mera literalidad.

2. “Cronos” nos cuenta la historia del anticuario Jesús Gris (Federico Luppi) –que vive con su mujer Mercedes y su nieta Aurora–, a cuyas manos, por azares del destino (o no), llega un extraño artilugio, obra de un alquimista del siglo XVI (presentado sinópticamente en el prólogo), que dota de inmortalidad a quien se somete gustoso a su dependencia. Escondido en la base de la escultura de un ángel, la salida de varias cucarachas por el ojo roto de la figura da buena cuenta de la putrefacción del alma que el artilugio representa; una imagen que recuerda otra similar –en su caso la efigie de un niño sonriente de cuya boca brotan igualmente cucarachas– en la estupenda “¡Suspense!” (The Innocents, 1961), de Jack Clayton; símbolos ambos de la ambigüedad entre el bien y el mal, entre la inocencia y la perversión, de la delgada línea que separa una cosa de la otra. Como sucede en los niños, la inocencia y el sadismo corren de la mano como algo natural, instintivo, desnudos como están de filtros sociales que hayan incidido en ellos. En el interior del artilugio su mecanismo incluye una especie de insecto vivo –con forma de larva– que al absorber la sangre de su poseedor realiza una especie de diálisis de la misma, provocando en él, además de una adicción, una suerte de vampirismo. Tan extraño objeto también está siendo buscado por el millonario y enfermo De la Guardia (Claudio Brook), a quien su sobrino Ángel (Ron Perlman) da labores de apoyo en la tarea de arrebatar a Jesús el anhelado artefacto.

El título “Cronos” no es casual y sí muy sugerente. En la película existe una constante y repetitiva atmósfera evocadora de elementos que mucho tienen que ver con el paso del tiempo; tanto desde un punto de vista pesimista o melancólico como desde su percepción de tranquilizadora placidez. Esa relación está presente en el mismo mecanismo del aparato, un ingenio vampirizador, de ínfulas casi divinas, que procede de siglos atrás y que se pone en funcionamiento como un juguete de cuerda. Su efecto en las personas que lo han utilizado, como es el caso del alquimista creador, es el de alargar artificialmente la vida, casi haciendo mutar el cuerpo en otra cosa, como si finalmente se tratara del envoltorio de una crisálida. El mismo oficio de Jesús Gris –es anticuario– lo configura como una especie de conservador, de protector de aquellos objetos a los que el paso de los años no han conseguido malograr en sus atributos; por lo tanto, digno guardián de un legado de dudosa bondad.

3. El clima familiar en el que se enmarca la relación entre la niña y sus abuelos parece ser sobrevolado por el alma del padre de Aurora, hijo a su vez de Jesús y Mercedes, cuya previa existencia casi podemos decir que solo se intuye, sin que el guión se digne siquiera insinuar sobre las causas y circunstancias de su desaparición, que se presume triste e inesperada, y que entronca con un insistente clima de ausencia, latente durante todo el metraje. Hasta la llegada del dispositivo en forma de huevo dorado, sus vidas parecían transcurrir con sosiego, acurrucadas en una confortable y monótona serenidad (quizás solo aparente). Un sosiego que es quebrado por la llegada del artilugio y de sus perseguidores: el industrial De la Guardia y su sobrino Ángel. Las referencias religiosas en los nombres de los protagonistas –obvio es– no son accidentales; no olvidemos que según las sagradas escrituras Jesucristo resucitó, alcanzando así la vida eterna. A esa constante presencia del tiempo, entendido como un concepto amplio, se une la idea de la decadencia física y moral a la que suele abocar el transcurrir de los años. Tal y como el general Sternwood recibía a Philip Marlowe (Humphrey Bogart) en “El sueño eterno” (The Big Sleep, 1946), de Howard Hawks, postrado en una silla de ruedas y rodeado del agobiante calor de un invernadero rebosante de orquídeas (“son repugnantes, sus pétalos se parecen demasiado a la carne humana, y su perfume tiene la fétida dulzura de la corrupción”), De la Guardia –un anciano enfermo y obsesionado con la idea de encontrar el ingenio que le proporcionará la vida eterna– recibe a Jesús Gris en una estancia protegida de la posible entrada de bacterias y decorada con las esculturas de los arcángeles que ha ido adquiriendo –con la esperanza siempre frustrada de encontrar dentro de alguno de ellos el ansiado instrumento–, colgadas de cadenas que penden del techo y envueltas en plásticos, como si de un ceremonial matadero de ganado se tratara. En el interior de unas vitrinas reposan los frascos que contienen todos los órganos que ya no forman parte del cuerpo de De la Guardia, momificados en formol en un intento de fantasear que aun siguen al pie del cañón; unos restos que funcionan como un recordatorio –un aviso, una advertencia– de la inevitable muerte que sufrirán el resto de las partes de su cuerpo que aun permanecen con vida; algo que con todos sus esfuerzos quiere evitar, aferrándose a una vida moralmente miserable. Ese entorno vital de De la Guardia se encuentra sumergido en un contexto físico de apariencia abandonada, ruinosa, una industria tomada por la herrumbre que pudiera simular la tópica guarida de cualquier psichokiller ochentero.

Ya he citado que la recurrente existencia de niños entre los personajes habituales del cine de Guillermo Del Toro se inaugura en ésta su primera película (si la memoria no me falla, sólo en “Blade II” está ausente tan recurrente elemento). Aparte de ser otro estigma que arrastra el director debido a su pasión por la famosa escena del lago de “El doctor Frankenstein” –enorgullecedora pasión que comparto con Del Toro–, la presencia infantil siempre aporta un punto de ternura, de humanización. Cualquier trama, por dura que sea, por violenta que sea, por fantasiosa o tediosa que sea, se humaniza y se hace más cercana con la presencia infantil. En el caso de “Cronos” esta presencia se materializa en el personaje de Aurora, la nieta de Jesús Gris. A diferencia de otros films de Del Toro y a semejanza de “El espinazo del diablo” o de “El laberinto del fauno”, la inclusión del infante en “Cronos” es fundamental en su concepción, y determinista para todo el planteamiento y el sentido de la película; en este caso nada anecdótica por tanto. Aurora mantiene una relación muy estrecha con Jesús Gris, tanto que más parece una relación padre-hija que abuelo-nieta. Su interpretación, con excepción del final, es completamente muda y por ello extraña. Casi parece un fantasma, y mucho sugiere un sustituto de su padre ausente, sino un nexo entre Jesús y su hijo, el padre de la niña. Aurora, a su vez, parece actuar de ángel de la guardia de Jesús, protegiéndole de la aparentemente nociva dependencia que éste ha desarrollado respecto al artilugio vampirizador. Aunque la relación de Jesús con su mujer, Mercedes, parece satisfactoria, en cambio a ésta no se le asigna en el guión un papel tan fundamental en la trama como sí lo tiene Aurora, a quien le pertenece un mayor protagonismo. Sólo en el momento final –del que hablaremos más adelante–, cuando la vampirización progresiva de Jesús parece estar a punto de convertirse en algo peligroso para Aurora, ésta habla. Tan solo dice una palabra: “abuelo”; y eso basta para que Jesús recapacite en décimas de segundo y decida no continuar por el camino al que parecía condenado. Como sucede en la mitología generalmente aceptada a la hora de hablar de otro clásico personaje –el hombre lobo–, solo el amor sirve para hacer frente a la maldición, para purgar los pecados y apaciguar el alma.

4. El vampiro, desde que adquiriera nuevos bríos gracias al cine de la Hammer, asimiló como propio el atributo de lo sexual, para ya desde entonces convertirse en un elemento indisociable del mito. Esta variación que propone Del Toro también mantiene esa connotación, pero desde un punto de vista bien diferente. Aquí el vampiro no trata de seducir y poseer al prójimo, sino que opta por el onanismo. Se trata más de la delectación propia que de una perversión ajena. Sugerente es ver como Jesús (F. Luppi) se encierra en el baño para disfrutar del placer que le proporciona el artilugio, poniendo excusas a las apremiantes llamadas a la puerta de su mujer, que le presiona para salir y acudir con ella a una cita; como si de un adolescente que se masturba a escondidas de su madre se tratara. Como cualquier yonqui, Jesús, al igual que De la Guardia –conocedor teórico de la experiencia aun sin haberla practicado– ansía entregarse a esa relación con un objeto tan peculiar y que tanto le subyuga. Únicamente, hacia el final de la trama, cuando Jesús se siente ceder ante la llamada de la sangre y se descubre a punto de atacar, de alguna manera, a su nieta Aurora, toma conciencia de su verdadera nueva condición. Así, de forma similar a como le sucedía al padre Karras de “El Exorcista” (The Exorcist, 1973), de William Friedkin –cuando al sentirse como un nuevo hogar para Satanás decide saltar por la ventana y librarse de la posesión–, Jesús se arranca del pecho el artefacto y lo destruye a golpes de piedra; siendo ese el principio de su verdadero y purificador final.

5. Pese a su incursión literal en el cine de vampiros, el espíritu de “Cronos” está mucho más cercano a ese otro personaje que es el monstruo de Frankenstein, versión Universal. No solo la cinta está plagada de una ternura muy especial, como la que concierne a la relación entre Jesús (vampirizado o no) y su nieta Aurora –que como ya he apuntado evoca la particular relación de la criatura con María, la ya citada niña del lago en “El doctor Frankenstein”, a la que daba continuidad el encuentro del personaje interpretado por Boris Karloff con la pastorcilla que éste trata de salvar en la poza de un río, esta vez en la prodigiosa obra maestra de James Whale que es “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935)–, sino que el aspecto del mismo Jesús Gris, una vez ha muerto por primera vez al ser arrojado dentro de un coche por un desfiladero, con quemaduras en la cara y grapas que le cierran las heridas de la frente, recuerda formalmente a ese icono que se instituyó como rostro oficial de la criatura gracias al maquillaje obra de Jack Pierce.

Pero la ternura no está reñida con lo bizarro –como diría el vocabulario charro de Guillermo–. Hay dos escenas que no tienen desperdicio, como la de Jesús, vestido de esmoquin, tumbado boca abajo en el frio suelo de un urinario público y lamiendo con fruición un charquito de espesa y roja sangre –producto de la hemorragia nasal de un tercero–; o los simpáticos tejemanejes que se trae con el supuesto cadáver el descamisado empleado de la funeraria (interpretado por el actor Daniel Giménez Cacho), cual carnicero sobre el mostrador de su establecimiento.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su nº 36 correspondiente al mes de abril de 2011.

miércoles, 18 de mayo de 2011

"JAMES WHALE. EL PADRE DE FRANKENSTEIN" ya disponible

JAMES WHALE. EL PADRE DE FRANKENSTEIN, mi último libro,  ya está físicamente disponible para pedidos a través de la web de la editorial (los 50 primeros con regalo seguro). Hasta el 10 de JUNIO no se distribuirá en las librerías de toda España, aprovecha para ser de los primeros en leerlo. Para pedirlo a la editorial: http://www.calamarediciones.com/libros/jameswhale.html

sábado, 14 de mayo de 2011

"JAMES WHALE. EL PADRE DE FRANKENSTEIN"

Mi nuevo libro ya se está encuadernando¡¡¡¡¡¡

miércoles, 11 de mayo de 2011

¡Gracias Guillermo!

Desde aquí hasta el otro lado del charco: ¡GRACIAS "G"!
Todo un honor que mi nombre figure al lado del tuyo en algún sitio.

martes, 10 de mayo de 2011

EN ESPAÑOL, ¡¡¡de mano de Planeta Deagostini¡¡¡

Novedad Planeta para Junio, en tapa dura y formato, al menos no diminuto; 212mm x 320 mm. Una cosita de esas interesante que por fín se publica en España.

domingo, 8 de mayo de 2011

NOSFERATU, VAMPIRO DE LA NOCHE (1979, Werner Herzog)


En 1922 Friedrich Wilhelm Murnau dirigía “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens), joya del cine desde entonces y uno de los máximos representantes del cine expresionista alemán de los años veinte. Si obviamos una versión rusa realizada en 1920 y otra rumana o húngara (según las fuentes) de 1921 –ambas con su existencia en entredicho–, la película de Murnau debe considerarse la primera adaptación cinematográfica de la novela de Bram Stoker, “Drácula”. Es bien conocido el hecho de que sus responsables, intentando evitar pagar derechos de propiedad intelectual a Florence Stoker, la viuda del escritor irlandés, enfocaron el argumento como una disimulada copia, cambiando el nombre de todos los personajes y reinventando el aspecto del protagonista principal, el vampiro. Pese a todo, los paralelismos entre película y novela eran de tal calibre que no pudieron evitar una demanda por plagio, que por supuesto llegó a buen término. Así, en abril de 1922 (sólo un mes después del estreno), Florence inició las gestiones encaminadas a reclamar sus derechos, hasta que consiguió que la justicia alemana persiguiera y destruyera el negativo y todas las copias alemanas. Incansable, la viuda de Stoker incluso se ensañó con las copias exportadas a otros países, evitando en muchos casos su exhibición o logrando su destrucción. Pero varias copias lograron salvarse, algunas encontradas incluso en Francia y en España, y de la combinación de las diversas versiones –ciertas copias tenían planos, escenas o tintados de las que otras carecían– procede el montaje que todos podemos disfrutar actualmente, convenientemente restaurado y editado en dvd tras el arduo trabajo y puntilloso estudio de nuestro compatriota Luciano Berriatúa, toda una eminencia mundial en lo referente a la obra de Murnau.

Como añadidura a la importancia histórica que atesora por ser el origen fílmico del cine de vampiros, la cinta de Murnau es toda una obra maestra del cine, indiscutible como pocas, cargada de una extraña magia en gran parte de sus imágenes, entre las que destacan todas las apariciones siniestras del conde vampiro, icono irreemplazable del siglo veinte, como sucedería posteriormente con la imagen de Boris Karloff metido en la piel del monstruo de Frankenstein o, igualmente, con la visión de King Kong encaramado a lo alto del mítico Empire State Building de Nueva York.

Hoy por hoy comienzan a ser habituales ya no los remakes, que también, sino las copias literales –casi plano a plano– de películas que alcanzaron el éxito en tiempos pretéritos. Un tiempo que cada vez está siendo más corto, pasando de décadas a convertirse tan solo en meses. Véase los casos de “La profecía” (The Omen, 1976), de Richard Donner, “[REC]” (2007), de Paco Plaza y Jaume Balagueró, o “Déjame entrar” (Låt den rätte komma in, 2008), de Tomas Alfredson, como ejemplos últimamente más sonados y avanzadilla de los que están por llegar, que tuvieron sus correspondencias respectivas en “La profecía” (The Omen, 2006), de John Moore, “Quarantine” (idem, 2008), de John Erick Dowdle, y “Déjame entrar” (Let Me In, 2010), de Matt Reeves; en unos casos con la excusa de devolver a la vida comercial películas de una cierta antigüedad (estrategia ininteligible para algunos, pero que, según demuestran los hechos, tiene su público), y en otros como una forma de hacer más visibles mundialmente películas cuyo origen está en cinematografías minoritarias en cuanto a su influencia real en los mercados de todo el planeta.

Desde el punto de vista expuesto en el párrafo anterior, no cabe duda que el realizador alemán Werner Herzog fue todo un pionero, pues –con excepción de puntuales elementos conceptuales y argumentales que veremos a continuación– esa es la base creativa que conforma la realización de “Nosferatu, vampiro de la noche”,… al menos aparentemente.

1) Herzog –según la parte de su filmografía que conozco– a menudo se ha caracterizado por tratar historias que sitúan al hombre en un entorno hostil, desde un punto de vista físico, emocional o ambas cosas a la vez, ya sea bien por la propia condición del contexto elegido en cada momento o por circunstancias ajenas a su protagonista, o bien por la elección consciente del personaje en cuestión, que se emplaza voluntariamente frente a esa situación comprometida. Así, éste se ve inmerso en situaciones límite, casi siempre con la naturaleza –entendida en un sentido amplio– como antagonista, y también principal protagonista en la sombra –como poder máximo que es, representada por Herzog con resonancias casi divinas–. Una naturaleza que posee también un alcance metafórico, situándola como una imagen del angustiado mundo interior del personaje o como el vasto espacio espiritual que le separa de sus semejantes, en ocasiones al borde de la locura o ya totalmente instalado en ella; recuérdese, por ejemplo, “Aguirre, la cólera de Dios” (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), “El enigma de Gaspar Hauser” (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974) –en este caso con la sociedad como el entorno en que se encuentra perdido el personaje–, “Fitzcarraldo” (idem, 1982), el documental “Grizzly Man” (idem, 2005), “Rescue Dawn” [dvd: Rescate al amanecer, 2006], e incluso, en cierto modo, aunque esta vez en un paisaje urbano, la reciente “Teniente corrupto” (The Bad Lieutenant: Port of Call - New Orleans, 2009), donde Nicolas Cage se descubre como un digno sucesor del recurrente Klaus Kinski. Un afán de trascendencia, o ilimitada ambición, la de muchos de los personajes principales que pueblan estas películas, que parece otro fiel reflejo de las elevadas pretensiones que Herzog siempre ha querido demostrar; la mayoría de las veces de forma fallida, no estando las metas que se marca tan al alcance de su capacidad narrativa como él cree, nunca tan fluida y certera como debiera. Una voluntad autoral que, por otro lado, hace de su cine una experiencia interesante y absolutamente coherente.

Esto mismo sucede en su “Nosferatu, vampiro de la noche”. La figura del conde Drácula se presenta aquí como una víctima de su condición de inmortal. Esa naturaleza hostil, infinita en su grandiosidad, se asimila aquí con la idea de la vida, entendida como la vacía sucesión del transcurrir de los años, que en el caso del vampiro parece no terminar nunca y le sentencia a una supervivencia en soledad, alejado de la dañina luz del sol y de la mirada horrorizada de los vivos. El vampiro es así un ser atrapado en una vida sin fin; circunstancia que finalmente lo convierte en un monstruo; una condición que no puede cambiar y que acepta sin remedio, así como todas las particularidades convertidas en imperativos que le acompañan en su existencia. Si bien ese poso ya existe en la película de Murnau, Herzog lo explicita más a través de las palabras del propio vampiro, así como de sus expresiones ante la falsa receptividad de Lucy (Isabelle Adjani). Herzog, a pesar de la literalidad de la forma por la que opta respecto a la cinta de Murnau, reinterpreta muy sutilmente el concepto del personaje, acercándolo y asimilándolo a los diversos componentes de la reiterativa plantilla de atribulados especímenes que describe en el resto de su filmografía. Sin embargo, este acto de llevar a su terreno al mismísimo Drácula, no parece ser más que una excusa caprichosa con la que justificar y forzar su condición de reconocido auteur una vez más; incapaz conscientemente de elaborar una película poseedora del único ánimo de entretener y carente de los estigmas que parece obligado a arrastrar en gran parte de su filmografía. No quedan muy lejos, hablando desde esta perspectiva, los últimos intentos llevados a cabo con las ya citadas “Rescate al amanecer” (2006) y “Teniente corrupto” (2009); dos películas de temática y empaque técnico y artístico más cercanas al cine puramente comercial de lo que Herzog nunca estuvo, pero donde no renuncia a cargar las tintas en beneficio de su insistente pretenciosidad y en detrimento de la consecución de un resultado razonablemente amplio en su repercusión ante el gran público. Con ello sólo consigue la indefinición del concepto que le guía y la consecuente dispersión en cuanto a sus líneas argumentales y tonales, así como en cuanto a la forma con la que intenta darles consistencia, sin conseguirlo. Algo que como siempre, también en este “Nosferatu”, se materializa en lo que parece un desprecio constante hacia la idea del ritmo como elemento fundamental y básico de una película; idea a la que el alemán siempre ha dado la espalda –cada vez menos–, y que parece ser una parte intrínseca de su forma de entender el cine; atalaya en la que para nada está solo, donde le acompañan algunos otros artistas, mucho más soporíferos aun pero que también obtienen un dudosamente merecido reconocimiento crítico; la mayoría de ellos de una cada vez más exótica procedencia.

Los planos que acompañan los créditos iniciales muestran una panorámica de las momias de Guanajuato (Méjico), cuyo misterio reside en su origen natural, determinado por unas especiales condiciones ambientales que han propiciado la no degradación de los cuerpos, sin haber pasado por ningún proceso de embalsamamiento o preparación previa para su posterior conservación. De ese origen natural debe proceder el variado muestrario de expresiones, ninguna de ellas agradable a la vista, que muestra Herzog en su panorámica. ¿Qué nos quiere decir Herzog con la introducción de esos planos iniciales, en apariencia fuera de lugar? La única justificación coherente está en que –en este caso de forma abrupta, nada sutil– dicho pasaje forme parte del entramado del director dirigido a dar una pátina más intelectual a su revisión del film mudo; innecesaria e ineficaz por otro lado, pues sólo de una forma forzada y meditada, para nada intuitiva, puede encontrarse un nexo entre este desconcertante injerto y todo lo que viene a continuación. Puestos en esa tesitura y en la obligación de encontrar un significado a ese inicio de la cinta, no es disparatado pensar que se trata de aportar –ya desde el principio, para que desde ese mismo punto sea tenido en consideración– un supuesto contenido alegórico que enlace la figura del vampiro con la idea de la muerte como una aparente vida, una puntualización a todas luces fruto de la pretenciosidad habitual de Herzog. Esto si no se quiere ir más allá desde un punto de vista crítico, y se conviene en asemejar esas momias con lo que puede ser en realidad este experimento de Herzog hecho film: un intento de mantener disecado un cine ya muerto hace décadas, al que se le da un nuevo hálito de vida tan solo para hacerlo aparentar de nuevo plenamente vigente en su forma; aunque, como veremos más adelante, finalmente para ultrajarlo. Vigencia, por otro lado, nunca perdida por la excelencia del film de Murnau.

2) Los nombres que los personajes adoptaron en el film de Murnau, en ese intento de enmascarar el verdadero origen literario de la trama, una vez superado ese objetivo con el paso de los años, adoptan aquí su verdadera identidad. Así, los Orlok, Hutter, Ellen o Knock son ahora Drácula, Jonathan Harker, Lucy y Renfield, tal y como Stoker los parió. Por lo demás se recrean los escenarios, el vestuario, la iluminación, los más conocidos pasajes, la espectacular apariencia de Orlok/Drácula (aquí Klaus Kinski en un papel para el que parece haber nacido), los paisajes y la trama de forma escrupulosa, con la excepción de algunas espurias aportaciones de Herzog sobre las que se llama la atención a lo largo de este texto. Llevando su intención recreadora al máximo, Herzog opta igualmente por mantener el estilo interpretativo teatral propio del cine mudo en sus actores, a los que maquilla de la misma exagerada y expresiva manera que en el film original. En estas dos últimas características (estilo interpretativo y maquillaje) se encuentra quizás la esencia de la valorable propuesta de Werner Herzog. El anacronismo de utilizar esos recursos propios de un medio extinto como es el cine silente, cuya condición le hacía atesorar una serie de atributos ajenos a las necesidades del Séptimo Arte cuando éste había entrado ya en su etapa hablada, categorizan “Nosferatu, vampiro de la noche” como un ejercicio de cinefilia, de experimentación con los elementos principales que conformaron la película de Murnau, tratando de atraerlos hacia un contexto técnico, artístico, social e interpretativo evolucionado, y por ello diferente a aquel en que se gestó el film protagonizado por Max Schreck. Se trata así de poner esos elementos fundamentales y decisivos en observación, y definir cuál es el comportamiento, la eficacia y la respuesta del espectador ante ellos en la actualidad. Un ejercicio, desde luego, interesante.

Sin embargo, aunque la forma es convenientemente mimética para el objetivo buscado –pese a la utilización a menudo de la cámara en mano que da ese aspecto documental que tanto gusta a su director–, el espíritu original no está aquí presente del mismo modo. La sensación que transmite Murnau en su película viene muy determinada por su procedencia de los tiempos más arcaicos del cine en los que se creó. Lo que en 1922 pudiera parecer natural (otra cosa no se conocía o no se había probado), en 1979 se muestra anacrónico, y, por la misma esencia del género al que se afilia la película, igualmente siniestro y espeluznante que entonces. Un sutil punto de humor, del que Herzog seguro que era plenamente consciente, latente en todo momento y derivado de ese sentimiento de anacronismo que todo lo invade, aparta ligeramente las sensaciones que nos arranca Herzog del espíritu mágico que desbordaba Murnau en su película.

Afortunadamente Herzog no pasa por imitar los recursos técnicos como la cámara rápida o los planos negativados que Murnau utilizó; eficaces por aquel entonces, pero que hoy hubieran conseguido el efecto contrario al buscado. Es curiosa una escena –sin la menor trascendencia en el argumento ni en el espíritu de ambas películas– en la que Herzog imita literalmente a Murnau, pero que, en cambio, muestra de forma obvia la torpeza de su recreación. Cuando Hutter/Harker llega a la posada y se dispone a cenar, llamando la atención del posadero con dos fuertes manotazos en la mesa de madera, se demuestra la diferencia tan brutal que podemos encontrar en el significado de una escena aunque su significante sea escrupulosamente idéntico en ambos casos. En el film de Murnau ese pasaje representa el júbilo, la alegría de Hutter al sentir el confortable calor del establecimiento, ya a resguardo tras un largo viaje hasta los Cárpatos; siendo su actitud una forma de demostrar ese sentimiento ante los presentes, algo puramente anecdótico pero plenamente coherente e inteligible. En cambio, el Harker interpretado por Bruno Ganz en la cinta de Herzog –pese a realizar el mismo acto físico una vez toma asiento en el salón de la posada– no transmite nada, es un gesto vacio y aséptico. Ni el entorno ni su expresión le acompañan en representar lo que Hutter sí expresaba en 1922. Sin duda esa diferencia no es buscada, no quiere decir nada distinto de forma premeditada y reflexiva; simplemente muestra torpeza en ese intento de emular los planos de su antecesora, donde en este caso se percibe la nula aportación de sentido o espíritu a una recreación formal similar aunque mecánica. Esto implica el llevarnos a pensar hasta qué punto Werner Herzog era plenamente consciente de lo que estaba haciendo con cada una de las escenas y planos en ese intento de copiar literalmente todo el trabajo previo de Murnau.

3) Si Herzog no pierde la oportunidad de introducir sus habituales toques de pretenciosidad tampoco escatima en gestos tan contradictorios como los de sus particulares héroes. Desde el momento en que se supone que lo que está llevando a cabo es la copia cuasi literal de un gran clásico, y así lo demuestra sobre todo formalmente, es difícilmente comprensible aceptar como parte de la jugada la ruptura que viene a realizar respecto a ciertas convenciones establecidas en la mitología vampírica y a aportar un final tan distinto al de la fuente original; sobre todo si lo que está intentando es seguir fielmente un camino perfectamente trazado por la película que le sirve de norte. No estamos en el caso de “La sombra del vampiro” (Shadow of the Vampire, 2000), de E. Elias Merhige, donde se toma el rodaje de la película de Murnau para recrear una sugestiva ficción ajena a la auténtica realidad de la realización de aquella obra maestra, y donde por lo tanto es bien recibida y perfectamente lícita cualquier aportación novedosa, rupturista o poco ortodoxa que se desee introducir. Herzog, contradiciéndose a sí mismo, no sólo insiste en (re)matar al vampiro mediante la estaca una vez éste ya había sido fulminado por la luz del amanecer –procedimiento más utilizado por el cine de vampiros posterior a Murnau–, sino que retuerce el final original en donde Lucy se sacrificaba para acabar con el vampiro, lo que no dejaba de ser un final feliz, y le da continuidad haciendo que la muerte de Drácula no sirva para dar por terminada la oscura maldición del vampiro, sino que muestra como un Harker en proceso de repelente y rauda transformación se encuentra presto a tomar el relevo. Esto, si no es tomado como una broma, desarticula todo el entramado precedente y deja a Herzog sin autoridad moral para justificar la realidad conceptual que supuestamente venía soportando la película.

4) Punto y aparte merece la interpretación de Klaus Kinski, actor fetiche del director alemán. Sólo el haber conocido posteriormente la interpretación de Willem Dafoe en “La sombra del vampiro” nos distrae de pensar en la dificultad de encontrar un actor cuyo físico pueda ajustarse más a los requerimientos de este conde Drácula. Un Drácula cuya apariencia no tiene descendencia fílmica conocida, con la excepción del temible Barlow que interpretó Reggie Nalder en la estupenda miniserie de televisión “El misterio de Salem´s Lot” (Salem´s Lot, 1979), de Tobe Hooper, remontada y estrenada en las salas españolas como “Phantasma II”, donde la apariencia del monstruo no dejaba lugar a dudas sobre su fuente de inspiración. Sí es cierto que Kinski se muestra menos siniestro que Schreck, tal y como le sucedía posteriormente a Willem Dafoe. Ambos dejan un regusto que bordea peligrosamente los límites de la parodia; aunque, creo yo, es una circunstancia que debemos achacar a la condición de émulo del original que poseen ambas interpretaciones y a la respuesta consciente ante tal hecho que genera en el espectador, sin ser algo que verdaderamente se deba a una carencia o error de estos dos sugestivos intérpretes.

Kinski volvió a interpretar al vampiro en “Nosferatu, príncipe de las tinieblas” (Nosferatu a Venezia, 1988), de Augusto Caminito, aunque también intervinieron en su dirección Mario Caiano, Maurizio Lucidi, Luigi Cozzi y el propio Kinski.

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su número 34, correspondiente al mes de enero de 2011)

Juan Andrés Pedrero Santos