viernes, 19 de agosto de 2011

CONAN EL BÁRBARO (2011)

Publicado originalmente en SCIFIWORLD.ES (pinchar aquí para ver publicación original)

Nunca me acostumbraré a la decepción recurrente que se siente al ver todas las expectativas tiradas por tierra cuando Hollywood entra en la tarea de aportar una nueva versión de películas consagradas, ya clásicas, de esas que están por encima del bien y del mal gracias a su muy bien ganado y merecido encumbramiento, habiendo demostrado con el paso de los años por qué están ahí. Uno ya se temía lo peor –más por las decepciones precedentes que por otra cosa– cuando se anunció una revisión de la magistral película que John Milius dirigió en 1982. Flaco favor añadió a esto la elección de Marcus Nispel como responsable del proyecto; pues la fallida, a ratos desconcertante, “El guía del desfiladero” (Pathfinder, 2007) no era precisamente un aval a destacar, en mi opinión. Quedaba pendiente, además, la elección del actor que volviera a dar vida al cimmerio creado por Robert Ervin Howard; otro elemento que añadía a la propuesta mayor riesgo si cabe.

Finalmente, visto este nuevo “Conan el bárbaro” (Conan the Barbarian, 2011), pese a las buenas intenciones existentes en el diseño global de esta revisitación del personaje, que no remake (y no me refiero únicamente al aspecto visual, sino al conjunto de pretensiones que atesora la producción, todas ellas lícitas, serias y respetables, tanto desde ese punto de vista como del argumental y del resto de sus elementos creativos), y al pundonor y honestidad que Jason Momoa demuestra en su interpretación del bárbaro, no queda más que opinar que estamos ante un nuevo fiasco. Más lamentable cuando es patente que esta nueva versión no pretende simplemente hacer caja durante el primer fin de semana de su estreno mundial, aprovechándose así del éxito que el personaje obtuvo en el cine gracias a la película de Milius (que de ningún modo apoyaron la blandita secuela y la lamentable seudosecuela de Richard Fleischer), sino que su objetivo, obviando las igualmente lícitas expectativas comerciales, está en actualizar la saga y en poner de nuevo en el candelero cinematográfico a un icono que, en buenas manos, podría haber dado mucho más de sí; no es el caso. Me temo mucho que la potencial franquicia queda ya truncada; y creo que sus responsables, dado el estreno mundial en el mismo fin de semana (para evitar el efecto boca a boca) y demás artimañas comerciales para evitar que se hable de la película antes de su estreno, también lo creen así.

Podemos asumir que la sobreactuación de los efectos digitales y ciertas concesiones atribuibles a la influencia original del cine de Hong Kong son elementos hijos de nuestros tiempos; que a algunos, anclados en el pasado, aun nos cuesta digerir. Por otro lado, a su favor está la decidida aprehensión de los códigos del gore, elemento de estilo –casi más que subgénero– tan denostado hoy en día en cierto tipo de cine cuyas pretensiones comerciales sirven de barrera de contención en ese concreto punto. Su falta de concesión es ahí encomiable, más cuando no sigue la tradición de ligereza y pusilanimidad en la que terminó el personaje con las pobres secuelas de Fleischer –entonces decíamos que su tono era más juvenil que el de la película de Milius–. En cambio, no existe correspondencia de esa asunción de lo truculento cuando se trata de encarar el tratamiento de lo sexual o lo erótico, que de forma tan sugerente llegó a representar Milius, y que hoy por hoy, en unos tiempos supuestamente más permisivos (solo supuestamente) debieran haber dejado más libertad en ese aspecto.

Hay que valorar también, en contra de lo que pudiera parecer dada la abundancia de efectos digitales, una cierta moderación en el uso del exceso visual al que tan proclive se muestra el cine que cuenta con esa alternativa técnica. Prudencia, no obstante, de la que se deben exceptuar las luchas con los guerreros de arena y con el monstruo acuático, en las que se hubiera apreciado una mayor concisión. Un exceso que bien pudiera haberse abierto camino en lo conceptual a partir de la escena en que Conan-niño presenta el potencial bárbaro de su personaje, pero que se frena ahí y no tiene mayor desarrollo, quedando más como un guiño a las expectativas generadas que como otra cosa.

Los personajes –sobre el propio Conan y su intérprete ya hemos dicho algo– son tan extremos en sus caracterizaciones que se sitúan en un plano poco adulto, aunque no tan vacíos como sucedió en las secuelas dirigidas por Fleischer, puestos a comparar. Su extremismo está más que nada en lo estético, no existiendo profundidad en su retrato, al que sólo se aporta bidimensionalidad, no fondo; lo que deriva en el desinterés del espectador una vez queda clara la falta de matiz, de modulación y de resonancias en los personajes. No podemos decir que en la película de Milius existiera esa profundidad de la que aquí se carece, pero era bien suplida con el carácter épico que a todo se extendía, y que aquí tampoco existe. Las tribulaciones de Conan no son en este caso más que encontronazos con diversos villanos, sin afán alguno de trascendencia ni de imposturas míticas, sin representar la búsqueda bien hilada de nada concreto; tan solo un paseo entre sangre, heridas y huesos rotos. Comparando, comparando –por mucho que algunos estimen que, dada la pretendida actualización del personaje, se debiera dejar de lado, por obsoleto, ese recurso analítico–, ni siquiera la banda sonora, insípida, le hace sombra a las extraordinarias notas de Basil Poledouris. En fin, seguiremos disfrutando de John Milius, que, por cierto, tenía más sentido del humor.

Juan Andrés Pedrero Santos



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