jueves, 24 de mayo de 2012

"CONTRA EL TIEMPO" (2012, José Manuel Serrano Cueto)



José Manuel Serrano Cueto ha dirigido un documental titulado “Contra el tiempo”, pero que también podía haberse llamado “Contra viento y marea”. Y es que el empeño y el esfuerzo de todo el equipo técnico, con José Manuel y el productor Carlos Taillefer (Utopía Films, S.L.) a la cabeza, es el único responsable de que finalmente el documental exista, por lejos que esté de lo que debiera haber sido si se hubiera acercado más a lo que prometía el proyecto original. La falta de una financiación adecuada –la crisis y lo que no es la crisis– lastró parcialmente las ilusiones de todos los que han contribuido a su creación, que finalmente han tenido que optimizar los recursos y los esfuerzos para adecuarse a las limitaciones que se encontraron por el camino. Por desgracia el cine es un arte que cuesta mucho dinero, y solo con talento y buenas ideas no se rellenan los fotogramas; más aun si, como buscaban sus creadores, lo que se pretendía era realizar un producto de calidad, tanto interna como formal. Así, aunque se esperaban unas más variadas y lejanas localizaciones –incluso se pensó en entrevistar a Clint Eastwood para que hablara de sus tiempos en Almería, Colmenar Viejo y Hoyo de Manzanares, entre otros lugares de la geografía hispánica que sirvieron de falso oeste americano durante parte de los años sesenta y setenta–, todo tuvo que reducirse a un número de entrevistas que se cuentan con poco más que los dedos de una mano.

El objeto del documental es acercar la mirada al recuerdo y a la experiencia de algunos de aquellos actores españoles que disfrutaron del pequeño y fugaz paraíso que supuso aquel tiempo de las coproducciones de género (western, terror, thriller) que tanto lustre dieron a la ¿industria? del cine nacional, donde se consiguió que técnicos y actores patrios se codearan con eminentes estrellas internacionales y con algunos directores que luego iban a convertirse en mítos (con Sergio Leone a la cabeza). La gran mayoría de los actores a los que Serrano Cueto dedica algún fragmento (que son Ricardo Palacios, Antonio Mayans, Fernando García Rimada, Lone Fleming, Mabel Escaño, Carlos Bravo y Aldo Sambrell) son absolutamente desconocidos para el gran público. Pero Serrano Cueto no busca el que sean reconocidos ni recordados. No es ese el objetivo. Lo que se busca es casi una representación abstracta de lo que significa la memoria, el recuerdo, de unos tiempos más felices que no volverán. Es más un retrato humano que cinematográfico; en realidad no importan quienes sean esos rostros que hablan del pasado, sino que lo que debe trascender es la materialización en imágenes de un sentir y de unas vivencias ya difuminadas, sino olvidadas, por el paso del tiempo, amplificadas o reducidas –según el caso, la modestia y la suerte posterior del entrevistado–.

Como sucedía en esa obra maestra del documental que es “El desencanto” (1976), de Jaime Chávarri, donde se evoca con agudeza y crudeza la figura de los miembros de la familia del poeta Leopoldo Panero –Serrano Cueto en menor medida, dada la modestia obligada de su trabajo–, es el tiempo el verdadero protagonista. Es también la implacabilidad de su paso, de lo que significa de evolución (o involución) en la vida de una persona, es ese recorrer las arrugas producidas por el cansancio, por la vejez o la tristeza de todos aquellos que un día vivieron un sueño, y que pasados los días, las semanas, los meses y los años -en el mejor de los casos- cambiaron ese sueño por otro; si no lo tornaron en pesadilla. Son todos los que están, pero no están todos los que son; muchos de ellos aun más olvidados. En honor a ellos también debe considerarse un tributo.       

Emotivo, sereno y clarificador documental (muy bien acompañado de una pertinente música de Dolores Serrano Cueto) que mereció más apoyos y mejor suerte; aunque -aludiendo también al tiempo- tiene toda una vida por delante. Ahí está, véanlo allí donde puedan. No lo lamentarán.

Juan Andrés Pedrero Santos

martes, 15 de mayo de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 50 (Record absoluto en las revistas españolas dedicadas al fantástico)


La revista SCIFIWORLD MAGAZINE llega, por fin, a su número 50. Se trata de todo un acontecimiento, pues se convierte así en la revista más longeva de todas las que han visto la luz en nuestro país. Gracias al esfuerzo de todos los que hemos colaborado a lo largo de estos años y al cariño que hemos vertido en sus páginas hemos logrado este hito. Por la parte que me toca me felicito (nunca hubiera pensado hace 5 años que habría tenido el placer de formar parte de esta maravilla que todos los meses podemos ver en el quiosco). Felicidades también a todos mis compañeros, pues gracias al empeño de todos lo hemos logrado. Ahora a esperar el número 100¡¡¡¡

Mi contribución de este mes es un artículo en la sección "La máquina del tiempo" dedicado a una película malísima: "EL HEREJE (EXORCISTA II)", de John Boorman.

miércoles, 2 de mayo de 2012

"HENRY, RETRATO DE UN ASESINO" (1986)


1986 fue un año que, en términos generales, no representó nada especial para el cine de terror moderno. Ya quedaban lejos los aportes revolucionarios que significaron “La semilla del diablo” (Rosemary´s Baby, 1968), de Roman Polanski, y “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Livig Dead, 1968), de George A. Romero; Wes Craven ya había iniciado algo antes su saga dedicada a Freddy Krueger con “Pesadilla en Elm Street” (A Nightmare on Elm Street, 1984), e incluso hacía mucho más tiempo que se habían sentado las bases de la época dorada del slasher con “La noche de Halloween” (Halloween, 1978), de John Carpenter, y “Viernes 13” (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham; esta última estrenando por aquel 1986 la que iba a ser, nada menos, que su sexta parte.

1.- La referencia anterior a la cinta que completaba la media docena de entregas de la saga dedicada al psychokiller Jason Voorhees –“Viernes 13 VI: Jason vive” (Jason Lives: Friday the 13th Part VI, 1986), de Tom McLoughlin– es más que suficiente como indicación precisa del camino –en exceso redundante– que llevaba en aquel momento el subgénero consagrado al asesino en serie. A esas alturas todos los incondicionales del género jaleábamos cada uno de los asesinatos del tarado serial killer de turno, convirtiendo los patios de butacas en toda una fiesta de desparrame y complicidad. Se trataba de presenciar hechos violentos (muy violentos) que ya eran tomados a broma por el respetable, pues el abuso y la invasión de similares propuestas que habían sufrido las salas de cine en esa década no podía inspirar cosa diferente en el público más asiduo a tales carnicerías; al menos desde un punto de vista saludable.

Visto así el contexto, “Henry, retrato de un asesino” es una película extemporánea –mucho más si sabemos que los problemas con la censura la relegaron a un estreno tardío en 1990–, pues lejos de encontrar acomodo entre sus coetáneas, está más cerca de “La matanza de Texas” (The Texas Chain Shaw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, de “La última casa a la izquierda” (The Last House on the Left, 1972), de Wes Craven,  de “La violencia del sexo” (Day of the Woman, 1978), de Meir Zarchi, o de muchas otras representantes de ese subgénero más específico denominado rape and revenge, donde la violencia es cruda, desagradable y de ninguna manera inspira precisamente jolgorio entre el público; al menos cuando es la víctima de turno quien la recibe, no tanto en sentido inverso, cuando son los delincuentes quienes la sufren después.

El concepto que representa “Henry, retrato de un asesino” e incluso su factura formal la hacen estar muy unida a todo ese cine trasgresor de los años setenta, debiendo reconocerse como inusual dentro del paisaje del cine de terror en el que surge –el cine más ochentero–, donde había existido una línea de evolución precisamente a partir de esa particular revolución de los setenta, ya en franca decadencia al haber dejado paso a propuestas menos agresivas y más amables, si se quiere expresar así.

2.- Atmosféricamente hablando, no se le puede negar a “Henry, retrato de un asesino” una vinculación con “Taxi Driver” (Taxi Driver, 1976), de Martin Scorsese; otro exponente preciso de la revolución que sufrió el cine americano en esa década, en este caso desde fuera del género de terror y con claras influencias del cine europeo –habitualmente más independiente y contemplativo que el cine de Hollywood–, aunque no por ello menos innovador. Tanto la película de McNaughton como la de Scorsese comparten cierta poética decadente de la nocturnidad, donde lo que es vida durante el día adquiere tintes de pesadilla en esas horas en que la vigilia se convierte en un atributo de seres desplazados y siniestros; cazadores y presas que vagabundean por las calles de los núcleos urbanos, esos ejes del mal, residencias de los desechos que una sociedad disfuncional vierte en sus propias calles, cual residuos en la cloaca. Como las cucarachas, la escoria sale cuando cae el sol para rebozarse entre la mierda, sintiéndose ajena a cualquier mirada de reproche, impune ante la deserción momentánea de la vida de la que disfrutan quienes utilizan la noche para dar un descanso supuestamente reparador a sus cuerpos y a sus almas.

Henry (Michael Rooker) y Travis Bickle (Robert de Niro) tienen las mismas motivaciones –aunque de raíz distinta–. Sólo el segundo tiene todavía un pie puesto en el orden social; aun es consciente de la estructura a la que pertenece y, aunque en el límite, trata todavía de buscar su sitio, sintiéndose una especie de justiciero. En cambio, el primero ha perdido todo vínculo con la civilización, responde únicamente a su instinto de matar de forma indiscriminada y gratuita, es un verdugo, una bestia salvaje, un depredador carente de cualquiera de las cualidades que hacen del hombre algo distinto a un animal, carente de todo aquello que lo diferencia de las alimañas más feroces. Henry vivió el horror ya durante la infancia, huérfano del cariño de unos padres que habían andado previamente el camino de corrupción moral en el que se encuentra él ahora. Ni siquiera Henry está en un período de evolución negativo, de regresión o degradación, sino que está plenamente instalado en una especie de mundo paralelo, donde él impone las reglas a quienes terminarán siendo sus víctimas; la primera de ellas su propia madre. Travis, por el contrario, perdió la fe en la humanidad asistiendo a la barbarie que fue la guerra de Vietnam.      

3.- Llegamos aquí al punto de hablar de concretas formas de representación de la violencia –las más extremas–, de su verdadero significado y de la justificación que podemos encontrar, como espectadores o como ciudadanos en general, a aquellos límites hasta donde los cineastas han sido hasta el momento capaz de llegar. Relativo a este particular, “Henry, retrato de un asesino” no es más que una semillita que tardaría en extender su ámbito de influencia, y cuyo alcance se verá en el futuro superado hasta límites insospechados. Ese límite hoy por hoy está marcado por “A Serbian Film” (Srpski film, 2010), de Srdjan Spasojevic, -esta vez sí difícilmente superable- película que precisamente llevó a la opinión pública el debate sobre la conveniencia o no de tolerar ese tipo de productos, llegándose incluso a cuestionar la legalidad o ilegalidad de su existencia y de su exhibición desde un punto de vista jurídico. Polémica que atrajo hasta límites estúpidos y grotescos la opinión que de ella tenían (y tienen) ciertas instituciones y personas –claramente sin haberla visto–, desembocando todo en la apertura de un proceso legal contra el director del Festival de Sitges –Ángel Sala– con la única excusa de hacerle responsable de su exhibición. Todo lo cual pone en entredicho la libertad de expresión de la que se supone que disfrutamos en el mundo occidental, además de hacernos cuestionar –lo que es peor aun– la inteligencia de muchas de las personas a las que, por su posición social o estatus dentro de determinadas instituciones, se les supone un nivel cultural y una capacidad de raciocinio de una cierta excelencia, habiendo demostrado no estar a la altura de las circunstancias con sus opiniones y comportamientos, incapaces según parece de diferenciar la ficción de la realidad, así como de interpretar las verdaderas intenciones implícitas en el discurso de una película.

4.- Lo que consigue “Henry, retrato de un asesino”, obviando los ejemplos precedentes o posteriores ya citados, es lo que Michael Haneke repetía de forma más cruda con su “Funny Games (juegos divertidos)” (Funny Games, 1997), luego rehecha dentro del cine americano diez años más tarde, cuando ya era una realidad la institucionalización del torture porn como subgénero cinematográfico. La ficción se desnuda del recurso de la dramatización hasta el límite de lo imprescindible, adoptando un punto de vista supuestamente neutro, de puro voyeurismo; lo que no deja de ser igualmente un recurso dramático, aunque invisible y mucho más sofisticado, y por ello tremendamente tramposo en el buen sentido del término, pero tan eficaz como perturbador. Desde el distanciamiento que ofrece esa forma de representarlas, las escenas más cruentas se ven aligeradas de su carga de ficción para acercar su visualización a una experiencia más real y desagradable. El espectador se siente incapaz de esconderse tras la apariencia de asistir a una historia contada, sintiéndola en cambio como una historia vivida en primera persona. En el caso de “Henry, retrato de un asesino”, esto es mucho más intenso en la escena grabada en video por los personajes protagonistas, que recuerda al modus operandi de la pareja de criminales rusos del thriller “15 minutos” (15 Minutes, 2001), de John Herzfeld; un recurso que se adelanta a esa forma de narrar que tras “El proyecto de la bruja de Blair” (The Blair Witch Project, 1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se pondría tardíamente de moda con ejemplos tan impactantes como “[Rec]” (2007), de Paco Plaza y Jaume Balagueró, “Paranormal Activity” (Paranormal Activity, 2007), de Oren Peli o “Monstruoso” (Cloverfield, 2008), de Matt Reeves, por citar algunos, y de la que ya se viene abusando un tanto, pues en los peores casos –entre los que no se encuentra ninguno de los anteriores– ya ha pasado a convertirse en una pose gratuita e incluso molesta más que en un recurso estilístico.

La factura formal tosca y cromáticamente tan opresiva como sórdida que McNaughton proporciona a esta su primera película –antes había dirigido el documental “Dealers in Death” (1984), un repaso a la lista de delincuentes célebres de América en la década de los treinta– tiene su origen más en las limitaciones presupuestarias que en una intención consciente. Por el mismo motivo no hay grandes escenas con efectos especiales, ni siquiera modestos; toda la narración es muy sobria, y muchos de los asesinatos se muestran ya no en off sino directamente mediante una suerte de flashbacks a modo de insertos inertes, casi subliminales por la brevedad de su exposición, que van formando veladamente el siniestro currículo de Henry. Personaje al que interpreta un Michael Rooker en su también primer trabajo para el cine; con seguridad una de las mejores actuaciones de su carrera, donde saca todo el partido posible a su apostura ruda y a su rostro primario.

5.- Aunque en un entorno urbano, “Henry, retrato de un asesino” también se aprovecha de todos esos elementos que habitualmente se atribuyen a la América rural más profunda –como se suele decir–, donde siempre esperamos encontrar la brutalidad entre los miembros de una familia, el incesto, la violencia sexual, una falta de instrucción que raya la animalidad y la inexistencia de respeto por la vida ajena. Es una especie de retrato subliminal del hombre de las cavernas, ajeno a costumbres,  hábitos sociales  o normas de vida en comunidad; donde lo que prima es la satisfacción del instinto propio –de cualquier instinto–, por encima de toda otra consideración; además sin ningún tipo de excusa explicita  o posibilidad de remordimiento. Desde un punto de vista sociológico, tendría cabida interpretar al personaje como la regresión que es capaz de sufrir un ser humano para llevar a cabo todas esas barbaridades en las que es posible participar dentro de un contexto bélico, donde parece que se experimenta una especie de suspensión de la civilización que deja campo libre para cualquier comportamiento anómalo, amoral y censurable; un espacio donde –como si se tratara de un ambiente experimental, de laboratorio–, se sumergiera al individuo en una dimensión ajena a la sociedad, entendida ésta en su más amplio significado. Situación a causa de la cual, experimentada realmente por el interesado o asimilada como propia, tantos perturbados ha dado a la historia, sobre todo, de los Estados Unidos.

En 1996 Chuck Parello dirigía una secuela –direct to video en España– titulada “Henry, retrato de un asesino 2" (Henry: Portrait of a Serial Killer, Part 2).

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)