domingo, 4 de enero de 2015

EL HÉROE ANDA SUELTO (TARGETS, 1968, Peter Bogdanovich)




Que 1968 fue el año en que “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead), de George A. Romero, inauguraba la era moderna del cine de terror es algo que pocos discuten y que se ha convertido ya casi en un axioma. Por otra parte, era en 1971 cuando Don Siegel dirigía “Harry el sucio” (Dirty Harry), siendo quien comenzaba a explotar la figura del francotirador psicópata; un espécimen made in USA de pura raza. El contexto marcado por ambas películas no hará más que destacar la importancia y el significado con el que merece ser valorada “El héroe anda suelto” (Targets, 1968), de Peter Bogdanovich, como gran testimonio que es de la evolución de un género, en alguna medida desde fuera del mismo además; e incluso, por extensión, de los tiempos que estaba a punto de vivir el mundo del cine en general durante los años setenta.

1.- Peter Bogdanovich era un apasionado cinéfilo cuya vida había seguido el mismo camino que algunos de sus más destacados colegas franceses una década antes, donde la pasión por el Séptimo Arte iba a derivar en el ejercicio de la crítica de cine como paso previo a la dirección cinematográfica. Reproche recurrente es decir que el cine de Bogdanovich está encerrado en su impenitente cinefilia, ausente de otras motivaciones y limitado a esa constante evocación y homenaje al cine clásico que tanto amaba, incapaz de expresarse a través de ningún otro sentimiento o de desnudar su intelectualidad más allá de ese propósito y alcance. Sin embargo, de alguien que en sus mejores tiempos llegaba a ver ocho películas a la semana no es difícil decir que sí era de su propia vida de la que hablaba en sus películas, pues –como en el caso de tantos cinéfilos– hasta ese momento había sido el cine el protagonista absoluto de su existencia. Bogdanovich no tardaría en reincidir en esa evocación del objeto de su pasión con “La última película” (The Last Picture Show, 1971); aunque esta vez de manera más tangencial, pues sitúa una modesta sala de cine de un pueblucho como símbolo del inicio y final de la historia que cuenta; reflejo asimismo de la decadencia (más moral que física) y del paso del tiempo. Respecto a “El héroe anda suelto” comparte ese contexto paisajístico de soledad e incomunicación, con un cierto aire melancólico y sórdido a la vez; un descorazonador canto al fin de la inocencia en el caso de “La última película”. Algo que por ejemplo George Lucas también tocó, aunque de forma más festiva, positiva y carente totalmente de esa sordidez, en su “American Graffti” (American Graffiti, 1973).

Si fueron los críticos de “Cahiers du Cinéma” –en Francia y en los años cincuenta–, quienes acercaron a la categoría de autores a tantos directores clásicos, que incluso respecto a sí mismos sólo se habían considerado hasta ese instante como artesanos a sueldo de los estudios de Hollywood –responsables de un trabajo profesional que hacían lo mejor que podían pero sin sentirse artistas de ningún modo–, fue en la década de los setenta donde iban a despuntar en los Estados Unidos una serie de directores, luego venerados por todos, que revolucionarían el cine americano y su industria. Por un lado iban a tratar los temas de una manera más fresca y muy alejada de los corsés a los que se había autosometido Hollywood en toda una etapa clásica que todavía se resistía a perecer y a dejarse arrollar por los nuevos tiempos. Por otro, abrazaban la consideración de autores de una forma plenamente consciente y reivindicativa. Ya no eran meros practicantes de un oficio al que les había llevado el azar o ciertas tendencias artísticas, sino seres enamorados de un mundo y de una tarea a la que querían dedicar sus vidas y sus esfuerzos –y, ¿por qué no?, también con el pensamiento puesto en el lícito anhelo de sacar algo de provecho económico de un mundo que todavía destacaba por su glamour–.

La nómina de cineastas surgidos en ese nuevo contexto contaba con nombres como Martin Scorsese, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, William Friedkin, Robert Altman, Arthur Penn, Stanley Kubrick, George Lucas, Brian de Palma, Peter Bogdanovich,…, es decir, todos los que –salvando las distancias– tomaron el testigo de aquellos grandes del cine clásico que eran los John Ford, Fritz Lang, Howard Hawks, Raoul Walsh, Alfred Hitchcock,…; un justo relevo desde todos los puntos de vista. Esta nueva remesa de supuestos genios representaba lo que se dio en llamar el Nuevo Hollywood; donde los directores se habían convertido en estrellas e iban a hacer y a deshacer a su antojo todo el funcionamiento de la industria del cine americano. Aunque, como en casi todo, también hubo un final; que llegó cuando ciertos despropósitos presupuestarios dañaron más de lo soportable las cuentas de resultados de las grandes productoras, puestas como estaban al servicio de tan prometedores directores; siendo el caso más flagrante el de “La puerta del cielo” (Heaven´s Gate, 1980), de Michael Cimino, que con un presupuesto de 44 millones de dólares recaudó tan solo 1,3.

2.- Contextualizado el momento histórico en el que Bogdanovich iba a dirigir “El héroe anda suelto”, es hora de volver sobre su valor testimonial  como representación del fin de una era y del inicio de otra. La película comienza con un ejercicio de metacine, mostrando imágenes de “El terror” (The Terror, 1963), una producción de Roger Corman –en la película de Bogdanovich también productor ejecutivo sin acreditar– dirigida cuando estaba a punto de dar por terminado su ciclo inspirado en Poe con la realización de “La tumba de Ligeia” (The Tomb of Ligeia, 1964). “El terror” –que de alguna manera aprovechaba la estela del citado ciclo gótico dedicado al escritor de Boston– puede ser visto igualmente como un encuentro entre el clasicismo y esos nuevos tiempos, simbolizados respectivamente por sus dos protagonistas: la vieja gloria que es Boris Karloff y un juvenil Jack Nicholson (que parece también intervino en parte en su dirección, aunque sin acreditar). Ambos intérpretes, indiscutibles iconos cada cual de una época bien diferente.

Con un desconcertante y subyugador sentido mágico, dichas imágenes se descubren como parte del visionado de esa película de Corman en una sala de proyección privada, aparentando ser la última película del actor Byron Orlok (Boris Karloff), cuyo nombre y apellido en la ficción no dan lugar a equívoco respecto a aquello que intentan evocar: Lord Byron, uno de los asistentes a la famosa reunión de Villa Diodati, y Orlok, nombre que Murnau dio a su vampiro en “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, 1922). Bogdanovich riza así el rizo y eleva al cuadrado esa propuesta de metacine, como si de un juego de muñecas rusas se tratara; un efecto pensado de un cinéfilo para otro, con quien poco camino le queda a partir de ahí para conectar hasta el final. Pese a la obvia pobreza presupuestaria de la película, existe un evidente y muy serio intento de su director de compensar esas carencias con unas muy afinadas planificación y edición, que consiguen aportar al conjunto el empaque que le niegan los escasos medios que también se vislumbran en cada encuadre.

Dos historias corren paralelas, convergiendo únicamente en dos momentos; justo al principio y al final del metraje. Y recorriéndolas asistimos a los últimos días de un profesional del cine que se siente todo un dinosaurio de tiempos remotos, aun sin rechazar tomarse el asunto con un irónico humor (cuando aparenta asustarse de su propia imagen en el espejo). Del mismo modo somos testigos de la caída a los infiernos de quien va a convertirse en la personificación de aquello que todos vamos a reconocer luego como uno de los arquetipos de monstruo de los nuevos tiempos.

3.- Por otra parte, la sencillez y el minimalismo de paisajes y decorados actúan en una misma dirección. Ese fondo esquemático sobre el que se desarrolla el argumento –que en ningún caso creo intencionado sino fruto de la escasez– causa una sensación de abstracción que recuerda al Jean Renoir de “El testamento del doctor Cordelier” (Le testament du docteur Cordelier, 1959), donde, como aquí, los espacios casi vacios y planos concentran la atención sobre los personajes y multiplican su importancia relativa. Aunque modesto, se trata de buen cine; y como tal, el continente es más atractivo y sugerente que el contenido, pese a que éste atesore algunas pocas buenas ideas. Entre ellas la de esa familia de clase media americana a la que pertenece el asesino, viviendo en una aparente armonía entre paredes pintadas de color pastel, reuniones familiares en torno a la mesa del salón o delante de la caja tonta, e inmersa en un simulado equilibrio que no hace más que esconder frustraciones existenciales y disfunciones emocionales diversas; cuyo origen se intuye procede del vacío emocional que sufre la figura de ese francotirador, que bien podría ser, a primera vista, el inofensivo vecino de al lado de cualquiera de nosotros. Significativo es destacar el título original de la película: “Targets”, cuya acepción en español es “objetivo”, “meta” o “diana”.  Su sentido, por tanto, tiene un doble sentido. Por un lado haría referencia a esa (falta de) meta vital que determina el comportamiento y la penuria de motivaciones del francotirador; y, por otro, encontramos la obviedad que relaciona, de manera más pedestre, “diana” con “francotirador”.

De algún modo –eso sí, muy poco definido–, Bogdanovich censura la falsedad manifiesta del American way of life; también vista unos veinte años después de manera más detallada por Oliver Stone en “Nacido el cuatro de julio” (Born on the Fourth of July, 1989), que versa sobre un conflicto bélico impopular y especialmente terrible como lo fue la Guerra de Vietnam, con trascendentales consecuencias sociales, y que precisamente estaba casi en su ecuador durante la realización de “El héroe anda suelto”; sobre la que inciden subrepticiamente los vapores de las secuelas morales, sociales y culturales de tan singular momento histórico, aunque aquí sin hacerse explícitos.

Existe así, en cierta manera, el retrato espiritual de una época; muy circunscrita al territorio físico y psíquico de los Estados Unidos y a las vivencias que estaba experimentando esa sociedad durante aquellos años.

4.- Volviendo al tema del metacine, hay una escena que es vital –por reveladora y extraordinariamente inteligente– respecto al primero de los dos temas fundamentales que se tratan en la cinta: el traspaso de poderes entre dos diferentes etapas del cine y la confusión existencial que sufre el villano protagonista. Hablo del clímax de la narración, cuando el desequilibrado Tim (el francotirador interpretado por Bobby Thompson) se refugia bajo la pantalla del autocine en que se proyecta “El terror” –una vez ha sido descubierto y viéndose perseguido–, donde es acosado por un Orlok (Karloff) que con decisión se lanza a su captura apoyándose en su bastón de jubilado. En ese lance Tim experimenta lo que casi podrá considerarse una visión de pesadilla; pues ve, sintiéndose acorralado, como la imagen de Karloff en la pantalla se le acerca por un lado, y, por el otro, observa como el auténtico actor emula simétricamente a su personaje en la gran sabana blanca. Para el espectador, que lo es de las dos historias paralelas (la del actor en declive y la del asesino en serie), no parece mayor sorpresa; pero desde el punto de vista del asesino –que ha estado ausente de la subtrama dedicada al personaje que interpreta Karloff– el desconcierto es mayúsculo y desasosegante. 

La interpretación metafórica de la escena anteriormente descrita, aunque intuitiva, queda patente ante las palabras que musita un Karloff cansado mientras contempla al vencido y humillado criminal, ya en manos de los agentes de policía: “Estos son los monstruos que dan miedo”. Él, que tanto en la vida real como en la ficción simboliza a los monstruos creados a partir de la fantasía –aquellos que protagonizaron el ciclo terrorífico de la Universal en los años treinta y (aunque menos) en los cuarenta–, ve llegar su definitivo declive desplazado por nuevas representaciones de la maldad, más tristemente cercanas a la realidad que las que él personificó: dementes y serial killers de toda especie que azotarán las pantallas tomadas por el cine de terror desde mediados de los setenta, con “La matanza de Texas” (The Texas Chainsaw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, como principal exponente –previo al boom del subgénero que disfrutaríamos durante la década de los ochenta–; no obstante con ascendientes tan sonados e influyentes como “M, el vampiro de Dusseldorf” (M, 1931), de Fritz Lang, “El cebo” (Es Geschah am Hellichten Tag, 1958), de Ladislao Vajda, o “Psicosis” (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, por poner algunos de los ejemplos más vetustos.

5.- Citaba al principio “La noche de los muertos vivientes” y “Harry el sucio”. Ambos son ejemplos de hacia dónde iba el cine de género a partir de la década que las vio nacer. Un cine que se descubrirá cargado de cinismo y falto de pudor respecto a todo lo que había acontecido previamente, siendo increíble darse cuenta hasta qué punto Bogdanovich utiliza el argumento de “El héroe anda suelto” para articular un discurso racional, esclarecedor y visionario; tan tierno como melancólico.

Juan Andrés Pedrero Santos

PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE".
 


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