miércoles, 21 de enero de 2015

"EL HUERTO DEL FRANCÉS", (Jacinto Molina, 1977)


Curtido ya como actor –de algo modestas cualidades cuando daba vida a personajes ausentes de caracterización– pero, sobre todo, como solvente guionista de un tipo de cine muy contextualizado dentro de un género, una época, un país y un entorno socioeconómico muy determinados, Jacinto Molina emprendía su carrera como director –la que más le hizo brillar si dejamos de lado sus aventuras licantrópicas– con la muy estimable “Inquisición” (1976). No tardaba en alcanzar, en mi opinión, su cima creativa con “El huerto del francés” (1977) y “El caminante” (1979), ambas cercanas a la perfección y dos obras necesitadas de una merecida revalorización. A partir de ese punto su filmografía como realizador sería irregular, con sus más y sus menos –de todo hubo–, pues no volvería a encontrar otro período de gracia como aquel con el que tanto destacó en aquellos sus primeros trabajos como director. Tengo que decir que no he visto “Madrid al desnudo” (1978), la película inmediatamente anterior a “El caminante” dentro de su filmografía, por lo que poco puedo opinar sobre si sirvió para dar continuidad o romper esa buena racha del director madrileño. Precisamente, quizás es la obvia y obligada mayor exposición del cineasta en su faceta de actor respecto a sus otras presencias en la sombra –como guionista y director– lo que ha ocasionado el vilipendio que a menudo ha sufrido Molina por parte del público y de algunos críticos y comentaristas (yo ya entoné en su día el mea culpa, que recuerdo aquí para lo que se tercie), quienes han opinado de una forma un tanto exagerada sobre sus carencias más visibles, derivadas de esa mayor exposición interpretativa, extrapolando esas sentencias a sus otras facetas creativas, en detrimento de una más justa valoración de sus mejores virtudes, que las tiene, aunque menos evidentes, estando como están situadas detrás de las cámaras.

Las tres cintas a las que me he referido con admiración en el párrafo anterior bien podrían entenderse como una trilogía involuntaria, dados los lugares comunes de los tonos en los que incide Molina y la, en cierta manera, relativa vinculación de sus argumentos; todos ellos parte de una visión –cada una desde un punto de vista bien diferente y centrado en épocas distantes– de la España más oscura. Un retrato el de Molina cuyas bondades críticas y descriptivas recrean las zonas de sombra de un país que no por despreciables son menos parte de la idiosincrasia de una cultura a la que todos los españoles pertenecemos. Sirva matizar que “Inquisición”, por mucho que esté ambientada en territorio francés, explora momentos bien similares a famosos episodios de nuestra historia patria, a los que sin duda podemos (y debemos) asimilar las andanzas del inquisidor Bernard de Fossey, a quien interpreta Naschy en la película.

Asumida ya por entonces, que no digerida, la muerte de Francisco Franco (noviembre de 1975) y lanzado gran parte del cine español a dar rienda suelta a la liberación de las hasta entonces restricciones más primarias (sexo, política), Molina opta por un discurso de mayor complejidad y calado intelectual, que logrando los mismos objetivos que sus colegas más directos, igualmente retrata, reprocha y utiliza con carácter terapéutico la representación velada de toda esa herencia retrograda y siniestra que el dictador consiguió oficializar y personificar en su propia figura. Sin embargo, Molina se enfrenta a ello remitiéndose a las fuentes. De ahí esa mayor capacidad para remover el subconsciente colectivo; algo, sin duda, más eficaz y poderoso que la simple alusión a problemas más concretos, que, ubicados en la superficie y excesivamente ligados a situaciones históricas muy puntuales, parecen haber olvidado el sustrato del que surgen.      

Valga decir, temiendo que las líneas precedentes y las que siguen no lo dejen suficientemente claro, que considero “El huerto del francés” como una de las películas más importantes de la historia del cine español desde los años setenta a esta parte, más aun dada su invisibilidad actual; derivada, según parece, de cierta problemática relacionada con la titularidad de sus derechos de propiedad, que impide el acceso a una facilidad de visionado que se estima necesaria, y que su excelencia merece tanto por sus valores cinematográficos –algunos superlativos, sobre todo los centrados en el apartado musical, éste magistral– como por su configuración como documento gráfico que registra tanto una parte de nuestra historia más reciente como una personalidad, la de nuestro país, parece que inalterable. Por otro lado, no siendo esa personalidad otra cosa que el reflejo de un ADN que siempre estuvo ahí y que únicamente se toma períodos de descanso para volver a aparecer en nuestras calles, en nuestros campos, en nuestras fábricas, en nuestros puertos de mar o alrededor de nuestras mesas camillas cuando uno menos se lo espera.

Jacinto Molina refleja en sus memorias que, intrigado por la expresión popular “te van a llevar al huerto”, indagó y descubrió que la misma hacía referencia a hechos verídicos acaecidos en la localidad sevillana de Peñaflor a principios del siglo XX, donde Juan Andrés Aldije “el francés”, de origen galo –de ahí su apodo–, conchabado con su amigo José Muñoz Lopera, utilizaba una huerta de su propiedad para asesinar y robar a incautos, a los que atraía organizando partidas de cartas clandestinas. Lopera hacía correr el rumor, por otros pueblos, de que “el francés” era un acaudalado pardillo digno de desplumar en una timba. Los inocentes avariciosos, cargados de billetes de recientes negocios, aparecían por el lugar guiados por Lopera; hasta que Juan Andrés les arreaba el estacazo, para luego enterrar los cuerpos donde pudieran servir de alimento a patatas y tomates. Parece que fueron seis los asesinatos que se cometieron entre 1898 y 1904, hasta que los criminales fueron descubiertos y detenidos por la Guardia Civil para ser ajusticiados por el castizo método del garrote vil en octubre de 1906.

Está presente en “El huerto del francés” todo aquello que siempre ha definido la España más rancia y genuina, ya, por fin, algo dejada atrás; o eso queremos todos creer. El cura, el médico y el marica del pueblo, el sargento de la guardia civil y las putas, conforman todos ellos un dramatis personae no por tópico menos realista. No se incorpora ese otro gran clásico que es “el tonto del pueblo”, pero a cambio Molina nos regala una bailaora enana y contrahecha, quizás incluso travestida, que ya hubiera querido Tod Browning para alguno de sus más siniestros elencos –una escena fascinante–. Del mismo modo que se introducen los caracteres antes citados, tampoco se olvidan instituciones tan arraigadas por estos lares como la hipocresía social –el marido con doble vida, el médico que hace la vista gorda, ese ir a misa los domingos como acto de limpieza colectiva–, el dominio de unas clases sociales sobre otras, que no la lucha de clases –el señorito andaluz que trata a la camarera/puta como a una yegua donde montar– y el machismo más típicamente mediterráneo: “el francés”, por generoso y protector que parezca, gestiona la casa de lenocinio como si de una cuadra con ganado de su exclusiva propiedad se tratara; eso sí, hasta que la meretriz de turno adquiere una enfermedad de transmisión sexual que la pone fuera de circulación durante un tiempo, sin posibilidad de ganar el dinero que necesita para comer; así es la vida, dice Aldije. Todo dibujado sobre el contexto de la época en que transcurre el relato, que no dejaría de ser habitual en la España más rural durante no pocas décadas después hasta casi nuestros días. Entre la ironía de la novela picaresca –extremadamente más vigente en “El caminante”– y el melodrama costumbrista de ribetes trágicos, e incluso con un cierto regusto de tenebrismo goyesco, su presentación en forma de flashback rechaza, ya de entrada, hacer hincapié en la posible intriga, pues incluso el espectador con desconocimiento previo de la historia real es informado desde la primera secuencia del modo en que termina todo. 

El tema musical que interpreta Rosa León durante los títulos de crédito iniciales –junto con la partitura del gran Ángel Arteaga, algo sin lo que esta película no sería ni sombra de lo que es– ya descifra los dos sentimientos que revolotean en el tono que Molina imprime a toda la trama. Del mismo modo que la cantante madrileña intercala el romance poético con desgarrados fragmentos aflamencados, Molina, en clave de didáctico cuento moral, en cuanto a la peripecia de un asesino que finalmente encuentra su merecido, rodea el asunto con la siniestra y pesarosa esencia negra y más telúrica de nuestra cultura. El recorrido, por lo tanto, no es inocuo ni inocente, la intención de Molina no se esconde y la crítica que presenta bajo el subtexto de sus imágenes no es oblicua sino frontal. La vieja bruja –así la retrata el director en aspecto y expresión– que realiza el aborto a la desdichada Andrea –una María José Cantudo que no creo haya estado nunca más afinada– es fusilada por Molina con un zoom sobre su rostro, entre lascivo y sádico, donde deja claro que su espinosa tarea no es ni mucho menos un plato que le disguste. La arpía funciona así como metáfora cruel del contexto cultural y social que recrea Molina, de la idiosincrasia de un país que, seguramente, no la tiene en exclusiva, pero que no por ello ha dejado nunca de ejercitarla.

Producida en plena época del destape, no hay que achacar oportunismo a Molina cuando es un burdel el principal escenario de la película, mostrándose coherentes todas las escenas de ese talante y nunca mejor fundamentadas las escenas de carne por exigencias del guión; sobre todo si se cuenta en el reparto con una musa de aquellos años como fue Ágata Lys.

Molina, austero y preciso con la cámara, prudente con una fotografía que no quiere destacar sobre la historia sino subrayar su tenebrismo, y mejor director de sus actores que de sí mismo –curiosamente tanto sus mejores como sus peores interpretaciones se encuentran entre las películas que él mismo dirigió; a veces, creo yo, se equivocó en adjudicarse papeles que no correspondían con su físico–, consigue rodearse de un plantel de secundarios espectacular, donde no hay uno que desmerezca. El ascendiente más terrorífico de Molina se destapa en la representación de cada uno de los crímenes, donde la brutalidad y la frialdad de la ejecución dejan al Michael Myers carpenteriano a la altura del betún. Pero no hay terror aquí, sino un melodrama extremo, cargado de pasiones –bajas y altas– que desembocan en la climática pelea de gatas entre la Cantudo y la neumática Ágata Lys, que para nada era ficticia y para nada terminó nunca; aun décadas después –lo sé de buenas y agudas fuentes– María José Cantudo no tenía olvidado el enfrentamiento real con su adversaria. Los personajes de las dos actrices representan la lucha de esa España que se prostituye –de manera real o virtual– contra esa otra que lucha por mantener su dignidad, y que además lo hacen entre sí, no contra quienes son los causantes de sus penurias, que asisten al duelo como espectadores desde la barrera en busca de espectáculo. Naschy cuenta que, durante el rodaje de la escena del enzarzamiento, el cantante Manolo Otero, por entonces pareja de Cantudo, le susurraba al director al oído: “¡Déjalas que se zurren bien! Te quedará una escena cojonuda”[1]. También hay miseria moral, engaño y sufrimiento, como el que Juan Andrés Aldije reparte entre sus amantes y su propia esposa. El personaje, creyéndose por encima del bien y del mal, no repara en no poner límite a sus ambiciones, parece que originadas por sentimientos tan mediterráneos como el orgullo y la venganza, ambas enfocadas contra la figura de su suegro, nada contento con la pareja de su hija. En cambio, su socio Muñoz Lopera –interpretado por un José Calvo enorme– es retratado como un pobre hombre que se ve arrastrado por la ambición de su amigo “el francés”. A diferencia del siempre altanero Aldije, Lopera, físicamente derrotado, envejecido, de espalda arqueada y ojeroso, ve en el crimen la única oportunidad de cumplir el sueño de tener sus propias tierras y alejarse de esa vida gris e hipotecada. Pese a todo, la mayor víctima moral, que no mortal, de Aldije –la inocente Andrea/Cantudo– se convertirá a la postre en el elemento inquisidor, cobrándose lo sufrido con altos intereses. Una digna moraleja para tan siniestra fábula.          

PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE"

             
Juan Andrés Pedrero Santos


[1] Molina, Jacinto: Paul Naschy. Memorias de un hombre lobo. Alberto Santos, editor (Madrid, 1997); pág. 122.

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