martes, 28 de abril de 2015

EL ROJO EN LOS LABIOS (1971, HARRY KÜMEL)


Con total seguridad la condesa Elizabeth Bathory de Nadasdy es, obviando ese icono que representa el conde Drácula, el personaje vampírico más frecuentado por el cine. Su figura, nacida en esas brumas donde se pierde el límite entre la historia y la leyenda, tiene su origen en una condesa húngara nacida, según parece, en 1560 y casada con Férenc Nadasdy –el llamado “caballero negro de Hungría”–. Con cuna en una noble familia de Transilvania, el mismo lugar de procedencia que Vlad Tepes, el gobernante centroeuropeo que inspiró a Bram Stoker para crear su Drácula, se dice que al morir su marido, con motivo de los rigores de la vida militar, se “abandonó a los más lujuriosos placeres que una mujer puede conocer en brazos de otra, (...) se desprendió de sus últimas ataduras y, ayudada por sus criminales sicarios, se dedicó a raptar jovencitas, mujeres y niños. (...) Elizabeth Bathory creía que la sangre era el secreto definitivo para conservarse joven y hermosa y no vacilaba en torturar y asesinar a cientos de doncellas en cuyo líquido vital se bañaba al tiempo que sacrificaba niños en orgiásticos ritos satánicos”[1]. Si la parte fantástica del personaje creado por Stoker procede directamente de esa joya literaria escrita en 1897, es probable que la referida a esta noble europea proceda de las acusaciones realizadas por sus enemigos políticos contemporáneos con el fin de quitarla de en medio. No olvidemos que muchas de las acusaciones de brujería, en los tiempos en que era un grave delito penado con la muerte, procedían directamente de invenciones de quienes intentaban hacer un ajuste de cuentas por cualquier otro motivo contra la caída en desgracia. Como decía, no sabemos qué parte de leyenda y qué parte de realidad habrá en su historia tal como la ha contado el cine.

Aunque cierta inspiración en el personaje pudiera haber asumido la literatura más antigua, especialmente “Carmilla” de Sheridan Le Fanu, a diferencia del caso de Drácula, donde la novela de Stoker fue fundamental para la instauración del mito, las apariciones de la condesa en la literatura han sido más frecuentes durante las últimas décadas. Llama la atención que el personaje comience a vivir para el cine en el mismo inicio de los años 70, y especialmente con más dedicación en la cinematografía española, presente como está en ese hit del género en nuestro país y en buena parte de Europa que fue La noche de Walpurgis (1971, León Klimovsky), aunque renombrada como Wandesa Dárbula de Nadasdy en su interpretación por Patty Shepard, en El retorno de Walpurgis (Carlos Aured, 1973), en Ceremonia sangrienta (Jorge Grau, 1973) o en la más tardía El retorno del hombre lobo (Jacinto Molina, 1981), donde Paul Naschy/Jacinto Molina hacía un intento de alargar la vida del género en España tal y como él lo entendía; un género que no es que por entonces estuviera renqueante, sino directamente a punto de fallecer oficialmente, todo tras haber sido guionista de las cintas previas dirigidas por Klimovsky y Aured relacionadas más atrás. Antes de esa relativa densidad numérica en nuestro cine, la Bathory ya había hecho su aparición en la coproducción italogermana Necropolis (Franco Brocani, 1970) y en la conocida cinta de Hammer Film La condesa Drácula (Countess Dracula, 1971, Peter Sasdy), donde Ingrid Pitt es la condesa Elizabeth Nádasdy en una de aquellas incursiones en las que la productora británica puso especial énfasis en la introducción de un erotismo más explícito que aquel que siempre había atesorado como marca de la casa; un imprescindible y comprensible intento de renovar su producción dedicada al terror, dada la evidente necesidad de ofrecer algo nuevo que atrajera al aficionado a las taquillas en los años setenta. Caso aparte es el cine del nefasto Jean Rollin, que desde su ópera prima Le viol du vampire (1967) frecuentó sin cansancio aparente el dueto vampirismo-erotismo más que nadie, demostrando hasta qué límites se puede llegar intentando hacer cine sin conseguir más que bodrios inenarrables dignos de toda sospecha; así como la deriva de nuestro Jesús Franco, que degeneró hasta llegar a ese porno que cultivó con fruición, no sin antes dejar por el camino la singular, atractiva y desconcertante Las vampiras (también conocida como Vampiros Lesbos, 1971).

Esa por aquellos años frecuente presencia de la condesa Bathory en el cine coincidía con un tiempo histórico en que se vivía cierto aperturismo a los temas sexuales y eróticos, fruto de la “revolución sexual” previa de los años sesenta, con la mayor participación de las mujeres en el entorno laboral y la extensión del uso de la píldora anticonceptiva como deflagradores necesarios, que alejaban al sexo femenino de su tradicional concepción como madre, esposa y ama de casa. Todo ese novedoso contexto, como no, iba a verse reflejado en el cine de vampiros; un cine que –como la literatura dedicada a la misma temática– siempre tuvo a la sexualidad y al erotismo en su cadena genética. Algo en lo que ya profundizó como merecía el cine de la Hammer desde los mismos años en que iniciara sus pasos en el género con el revisionismo propio de la productora. Los nuevos usos iban a generalizarse en muchas cinematografías en su más común utilización, llegando incluso a extremos como los que ofrece José Ramón Larraz en Las hijas de Drácula (Vampyres, 1974) –con próximo remake a cargo de Víctor Matellano–, donde el festín sangriento y su relación directa con el sexo se practicaba ya sin ambages, sin sutileza alguna, pero siempre con la belleza y el morbo que a los varones (y doy por sentado que a algunas mujeres) aporta el mundo lésbico. Por su parte, el cine español durante nuestra edad de oro del cine fantástico, casi siempre en régimen de coproducción, aprovechaba la coyuntura mediante la utilización de las dobles versiones; la más casta para su estreno en un suelo patrio controlado todavía por la censura franquista, en cuyas escenas el erotismo explícito prácticamente se limitaba a la inclusión en el elenco de señoras de muy buen ver, vestidas con un más o menos escotado camisón, una relativa ligereza de cascos y todo aquello por lo que uno quisiera dejarse sugestionar; sin embargo, similares planos, ya dejando ver algo más de carnaza, eran insertados en el montaje, en sustitución de aquellos más pudorosos que veíamos aquí, en esas otras versiones destinadas a mercados cuya permisibilidad oficial era menos estrecha que la nuestra. De entre todas estas incursiones de la condesa Bathory en el cine es esta aportación del belga Harry Kümel una de las más interesantes y originales.
El rojo en los labios cuenta como Stefan y Valerie, unos apuestos recién casados que pretenden pasar su luna de miel en un tranquilo hotel, conocen a dos atractivas e hipnóticas mujeres que también parecen formar pareja. Una de ellas es la condesa Bathory (una magnética Delphine Seyrig), a quien el recepcionista del hotel recuerda haber conocido en ese mismo lugar hace cuarenta años, cuando él tan sólo era un botones y ella, increíblemente, tenía el mismo aspecto que en este segundo encuentro. Su acompañante es la también bella, sensual y aparentemente más joven Ilona. El contacto entre ambas parejas hará surgir automáticamente en la condesa un interés en sustituir a su actual partenaire con Valerie, todo con la aquiescencia de Ilona, que por su parte tratará, sin mucho esfuerzo, de seducir a Stefan. En ese contexto se desatará todo el poder de atracción de la condesa, que se revelará como un ser sofisticado, poderoso e irresistible, que perturbará la relación del matrimonio hasta romperlo. Se hecha en falta un mayor desarrollo o explicación de cual es el motivo por el que Stefan evita a toda costa presentar a su mujer ante su familia, sobre la que, a raíz de una conversación telefónica, parece tener algo que esconder, algo que queda como un decepcionante misterio sin resolver.      

El rojo en los labios es una aproximación diferente, valiente y original al mundo de los vampiros, sin colmillos, sin cruces, sin murciélagos, sin castillos, sin ataúdes,.. Una precursora de intentos posteriores que optaron por modernizar al personaje, actualizándolo e integrándolo en un mundo urbano y moderno; ahí tenemos El ansia (The Hunger, 1983, Tony Scott), Jóvenes Ocultos (The Lost Boys, 1987, Joel Schumacher), Los viajeros de la noche (Near Dark, 1987, Kathryn Bigelow), 30 días de oscuridad (30 Days of Night, 2007, David Slade) o Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008, Tomas Alfredson) –luego con una versión americana producida en el 2010–. Tanto El ansía como Déjame entrar  heredan de El rojo en los labios algunos de sus elementos argumentales, pues en ambos casos el vampiro, femenino (o así…), intenta conseguir un nuevo acompañante capaz de ser convertido en digno escudero y amante a la altura de una vida inmortal. Con El ansia hay igualmente en común una evidente intención esteticista, más coherente y equilibrada en el caso de la cinta de Kümel, criticada como excesiva por muchos en la película de Scott. Sin embargo, no hay decadencia en El rojo en los labios, ni tristeza, ni melancolía; al contrario, se presenta la perversión casi como una virtud, como un privilegio, un motivo de alegría, capaz de liberar al hombre y a la mujer de las ataduras de la tradición y la cultura, convirtiéndolos en seres más vivos (valga el contrasentido) y más felices. Hacia esa concepción camina el predominio de la luz y la claridad cromática en perjuicio de la penumbra, que sólo se admite para las escenas de sexo, que son pocas, creo que únicamente dos. Precisamente eso es lo que más caracteriza a la película, la luminosidad de sus planos, que alcanza su punto álgido en una de las últimas indumentarias que luce Delphine Seyrig, un apretado vestido plateado que proyecta cegadores reflejos por doquier como conveniente representación de su descomunal atractivo. Algo cuyo significado no parecen haber tenido en cuenta los responsables del título con  que se estrenó en los Estados Unidos: Daughters of Darkness, cuando no es la oscuridad, para nada, aquello que se identifica con el visionado de la película.

Salvo algunos dislates tardíos en el metraje –esa capa draculiana de última hora o un final desconcertante y contradictorio, canónico respecto al género a pesar de que se entiende como un desprecio al equilibrio, a la coherencia y a la moderación previos, con el premio de no alcanzar nunca la redondez– Harry Kümel caligrafía una narración pausada, sensual, inteligente y elegante, dotada de un acompañamiento cromático muy estudiado y unas interpretaciones alineadas con un objetivo preciso –aunque esos detalles finales de la trama le hagan perder el norte en el último segundo–, con Delphine Seyrig como maestra de ceremonias y principal atractivo del reparto, sin seguir tradición o inercia algunas, recorriendo un camino que él mismo construye mientras hace caso omiso a cualquier condicionamiento genérico si obviamos, en el lado positivo, la incapacidad del vampiro para verse reflejado en los espejos –que se usa como una señal inequívoca de la condición vampírica de la condesa– o la peligrosidad del agua corriente –que adquiere una importancia clave en cierta escena–, y, ya en el lado negativo, los detalles finales que estropean toda la sugerencia previa, que echan tierra encima de lo que venía siendo una aportación diferente. Todas sus virtudes están del lado de la valentía, de la originalidad y de la más genuina creación que en términos generales dominan la propuesta, al igual que, justamente por la fuerza del contraste, es en la carencia puntual de esos atributos donde residen sus contados defectos. No hay sorpresas argumentales, ni siquiera complejidad dramática, pues la historia es bien simple y tampoco los personajes tienen gran profundidad, pero sí un intento muy interesante de dar una nueva visión, nada forzada, un punto de vista diferente dentro de una coherencia notable entre la novedosa estética y el planteamiento de la historia. Unos resultados muy diferentes a la previa de su director, la indigesta Malpertuis (1971), que pese a tener una concepción visual muy atractiva y personal desarrolla un relato críptico y aburrido hasta el hartazgo.
Fruto de la modestia de su presupuesto –como reconoce su autor en una entrevista realizada por Carlos Aguilar en el número cuatro, y último, de su ya legendario fanzine “Morpho”–, las desangeladas calles y el deshabitado hotel conforman un escenario de apariencia onírica, que focaliza toda la atención del espectador en los escasos personajes que habitan la película, que parecen vivir en un mundo donde no se mueve el tiempo, tal cual debe vivir la percepción del mismo la centenaria condesa. Sólo la presencia anecdótica de un ubicuo policía retirado, que trata de esclarecer la muerte de varias jóvenes de la región en extrañas circunstancias –nosotros sabemos bien quien es la culpable–, servirá de liviana conexión con la mundana trivialidad, muy en la línea de la función de semejantes personajes aparecidos en Las diabólicas (Les diaboliques, 1955, Henri-Georges Clouzot) o El exorcista (The Exorcist, 1973, William Friedkin), quien será oportunamente quitado de en medio por el atropello que sufre a manos de la condesa cuando aquel circula en bicicleta. Tal minimalismo redirige nuestra percepción hasta la abstracción, adoptando cada uno de los personajes una entidad categórica, arquetípica. La pareja de recién casados bien podría entonces asimilarse al matrimonio como institución, que tras su unión ceremonial viaja en ese tren –literal– que es la vida en pareja, acechada siempre por la amenaza del hedonismo más liberal, contrario por definición al compromiso mutuo adquirido entre marido y mujer. Un hedonismo que se personifica en la condesa Bathory, que –como buena vampira, sabedora de su función subversora– no cejará en sus embates hasta corromper el vínculo de por vida que significa el enlace matrimonial; mayor corruptela si cabe cuando el objeto de sus deseos es la mujer, y no el hombre, alterando de ese modo el orden natural de las cosas.   

                                                                                                                                                        Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)

 





[1] NASCHY, Paul: Crónicas de las tinieblas. Edita: Jacinto Molina (Burgos, 1993); pág. 106.

jueves, 2 de abril de 2015

GARRAS HUMANAS (THE UNKNOWN, 1927, TOD BROWNING)



Cuando Tod Browning aun no había realizado las películas que le harían merecer la distinción de encontrarse entre los cineastas siempre citados cuando se habla de los referentes del cine fantástico –hablo de la desaparecida La casa del horror (London After Midnight, 1927), de Drácula (Dracula, 1931), de La parada de los monstruos (Freaks, 1932), de La marca del vampiro (Mark of the Vampire, 1935) o de Muñecos infernales (The Devil Doll, 1936), hallándose entre ellas lo más divulgado de su filmografía–, con la previa Garras humanas (The Unknown, 1927) lograba ya la que es considerada por muchos –entre los que me incluyo– una de sus películas más perfectas, a la vez que más representativas. En ella están todas esas constantes temáticas que le hacen obtener la calificación de autor, todas sus obsesiones, alejadas de cualquier contexto cultural, social, económico o político, sin embargo centradas fundamentalmente en preocupaciones, fijaciones o angustias de carácter más íntimo y primario, representativas de una psicología compleja y posiblemente torturada, o al menos así lo refleja en sus personajes: la tensión sexual, el rechazo amoroso, la belleza enfrentada a la fealdad, la deformidad, el circo, los trucos, el engaño, la venganza, el estigma del diferente, el destino trágico,... En el caso que supone Garras humanas, ésta no se puede adscribir en sentido estricto entre los márgenes del cine fantástico, pues en su literalidad es más un melodrama que otra cosa. Sin embargo, la truculencia psicológica y la morbosidad latentes en todo su contenido, la profundidad de su capacidad de sugerencia y la singular presencia de Lon Chaney (1883-1930), que ya por sí sola añade unas connotaciones que cualquier otro intérprete sería incapaz de igualar, hacen que todos la tengamos muy en cuenta a la hora de pensar en el género.

Enmarcada en un viejo Madrid, que se sobrentiende como un entorno europeo lo suficientemente exótico y pintoresco como para constituirse en el escenario adecuado de un relato tan siniestro, se nos presenta la trágica historia de amor no correspondido entre Alonzo (Lon Chaney) –un hombre aparentemente sin brazos, capaz de disparar un rifle, lanzar cuchillos, manejar un cigarrillo o beber una copa de vino exclusivamente asistido por sus pies– y su amada Nanon (una jovencísima Joan Crawford) –la bella hija del propietario del circo de gitanos donde ambos trabajan–. Nanon se siente en cambio atraída por el forzudo Malabar (Norman Kerry), que la pretende a su vez. Sin embargo, la relación entre ambos parece imposible: Nanon sufre un rechazo patológico a ser tocada por las manos de cualquier hombre, con cuyo contacto devienen inmediatamente el más puro terror en su rostro y la crispación en su figura. Alonzo, manipulador de esa circunstancia, promoverá los encuentros entre Nanon y Malabar precisamente para que se haga patente ese rechazo, ante el que él mismo se siente a salvo, dada su carencia de brazos, que le convierte en la pareja perfecta para la chica. Pero esa carencia es sólo fingida; Alonzo esconde sus brazos bajo su camisa, forzados en su escondite por un corsé bien apretado; estratagema que le sirve tanto para ocultar la peculiaridad de tener dos pulgares en una de las manos, detalle que le delataría como autor de algunos robos perpetrados en otras ciudades por donde antes pasó el circo, además de hacerle aparecer como sospechoso número uno del estrangulamiento del padre de Nanon, como para tener un motivo que avale un acercamiento con garantías hacia su amada. Alonzo, conocidos los riesgos de revelar su secreto ante Nanon y ante la justicia, opta por hacerse extirpar los miembros superiores en un acto de iluminada desesperación amorosa, cosa que le dejará el camino expedito para poner toda la carne en el asador en su intento de conseguir una relación duradera con su deseada Nanon. Pero la fatalidad se cebará en Alonzo cuando, mientras se encuentra ingresado en una fría y desangelada habitación de hospital, recuperándose de la antinatural operación quirúrgica que se le ha practicado, Nanon ve desaparecer de la noche a la mañana todas sus fobias relacionadas con el contacto masculino. En esas, Nanon y Malabar se prometen en matrimonio, pero querrán esperar a la vuelta de su estimado amigo común Alonzo para que éste les acompañe en el feliz acontecimiento del desposorio. Alonzo finalmente regresa, por supuesto sin revelar el motivo de su ausencia de varias semanas, y recibe la impactante noticia, que tiene en él un efecto cercano al enloquecimiento. El personaje interpretado por Chaney, despechado, verá en el nuevo número de circo ideado por Malabar una forma de venganza y consuelo. El espectáculo que ha puesto en marcha Malabar consiste en atar cada uno de sus brazos a un caballo diferente, cada cual puesto en movimiento en sentido contrario al otro. Cualquiera esperaría como resultado el que la fuerza de los equinos desmembrara sin excesivo esfuerzo al artista circense; pero el truco consiste en que los caballos corren sobre ocultas cintas en movimiento que les permiten galopar sin que realmente exista desplazamiento, aparentando que es la fuerza de Malabar quien les frena. Una palanca que desactiva las cintas, convenientemente manipulada, podría hacer que toda la fuerza de los animales repercutiera directamente sobre los brazos de Malabar, con las consecuencias imaginables. Ese será el plan que dispone Alonzo con el fin de dar cumplimiento a su venganza. Iniciada la ejecución de la vendetta, cuando Malabar ya está a punto de desfallecer y de ceder ante las fuerzas contrapuestas que tratan de destrozarle por culpa de Alonzo, Nanon se sitúa bajo los cascos de uno de los encabritados caballos, tratando de frenarlo para salvar al que será su esposo. El evidente riesgo de esa acción que Alonzo presiente para su amada, con ánimo de protegerla, hace que la sustituya a los pies del animal, que en esa oportunidad sí descarga toda la potencia de los cascos sobre el pecho del resentido personaje, lo que le provoca la muerte.

Sin duda estamos ante una de las grandes joyas de la filmografía de Browning, equilibrada, compacta, compleja en cuanto a su riqueza intrínseca, sencilla en cuanto a la forma de su discurso, coherente y sugerente, sin apenas reparos posibles en cuanto a su estructura, su puesta en escena, sus interpretaciones o la claridad, atemporalidad y universalidad de sus propuestas. Por un lado el peculiar rostro de Lon Chaney, potenciado por su interpretación, compone un personaje cuya falsa discapacidad esconde una real invalidez psicológica y una impotencia sexual de facto, arrebatado como está por culpa de un deseo sexual que anda maquillado como amor romántico. Ese deseo, reprimido en su exteriorización e insatisfecho en relación a los resultados pretendidos, es dibujado por Browning a través de la simbólica castración (autocastración en este caso) que supone la supuesta falta de brazos; más aun cuando todo el apoyo que recibe lo tiene en la figura de un enano (John George), igualmente de aspecto desagradable y de nombre “Cojo”. Apelativo que ningún significado tendrá en inglés, pero sí dice mucho en lengua castellana –no olvidemos que el contexto es el de un circo madrileño, aunque el idioma castellano debe entenderse aquí como algo más que una referencia obligada–. El papel de Cojo en toda la trama podría compararse con el de aquel Pepito Grillo disneyano, que en su caso parece tener la función de soplarle al oído a Alonzo las soluciones y advertencias que entiende más oportunas, como representante que es de su atrofiada cognición, un alter ego en toda regla, pese a que incluso recibe amenazas de su señor ante el hecho de ser el único que conoce todos sus secretos y anhelos, lo que representa una lucha interna en la conciencia de Alonzo. Sirva indicar que Cojo es un personaje que parece sólo relacionarse con Alonzo, en algún pasaje compartiendo incluso vestimenta (capa y sombrero), lo que le da la condición de doble, aunque en miniatura, casi invisible para el resto de personajes; algo que debe caracterizarlo como una figura un tanto irreal, quizás únicamente existente en la mente del lanzador de cuchillos; un reflejo de sí mismo que materializa en su menor tamaño un complejo de inferioridad. Si añadimos a esto la presencia del doble pulgar de Alonzo, cuya exposición podemos achacar tanto a una alegórica y siniestra disfunción psicológica como a un simbolismo fálico extremo –por la vía del número más que del tamaño–, capaz de representar la desmedida pasión latente en el personaje, el retrato del torturado protagonista queda así completado. La anécdota del doble pulgar, aparte de lo anterior y de introducir la necesaria anormalidad presente en muchas de las cintas de Browning, también es utilizada como un mecanismo añadido a la intriga, como un elemento cuyo conocimiento por el resto de personajes pudiera señalar a Alonzo –como ya he dicho– como el responsable de los robos perpetrados previamente, de los que ningún detalle conocemos y cuya mención parece sólo servir para apoyar la necesidad en la trama de ocultar esa deformidad; cuya existencia, creo, pretende vincularse más a una sexualidad disfuncional que a la posibilidad del descubrimiento del autor de esos crímenes pasados.

No menos complejo es el personaje interpretado por Joan Crawford, la Nanon supuesto amor platónico de Alonzo. Su fobia al contacto físico con los hombres se configura como la representación metafórica de una represión sexual que lucha contra el instinto más primario que pueda existir en cualquier animal, racional o no: la práctica del sexo, ya sea con un fin reproductivo o por puro placer. El dueño del circo –a quien Alonzo asesina poco después de que aquel reprobara el interés por su hija y además descubriera el secreto de su falsa discapacidad– pudiera interpretarse a su vez como un representante de la base social y cultural que fomenta esa represión, tal cual la figura del pater familias es el principal estandarte de la institución familiar, columna vertebral de esa institución para toda sociedad que se pretenda ordenada, civilizada y sostenible en el tiempo, o –como el valor en el ya fenecido servicio militar obligatorio– esa es la virtud que se le supone. Poco después de desaparecer el padre, sin otro motivo que lo justifique, Nanon ve desaparecer la fobia que la atormentaba e impedía avanzar en su relación con Malabar; este último, sin embargo, un personaje de una pieza, sin complejidad alguna, una mera excusa al servicio de la presentación y desarrollo de los atribulados personajes que son Nanon y Alonzo. Esta lectura viene acompañada de otra más directa: el que la animadversión de Nanon hacia el contacto físico masculino se deba a un posible abuso sexual recibido de su padre; “muerto el perro se acabó la rabia”.   

La tensión sexual que se vincula a estos dos protagonistas principales –que no entre ellos, al menos en ambas direcciones– es tremenda, por mucho que algunas lágrimas de Alonzo quieran revestir sus sentimientos de un aparente casto romanticismo. El fondo de la relación entre los dos ya se define simbólicamente en la escena inicial, cuando vemos como Alonzo dispara un rifle sobre una sensual Nanon como parte del espectáculo, retirándole el vestido poco a poco gracias a su buena puntería –dispara con los pies, sujetando el arma entre sus piernas–, para, una vez escasa de ropa, pasar a lanzarle sus cuchillos –¿otro símbolo fálico?–, que, claro, se limitan a rodear la figura de la muchacha sin herirla/ violentarla/  penetrarla. Valga decir que la entrega y concentración de Chaney al servicio de su actuación era total –se dice que permanecía con el corsé oprimiendo sus brazos durante los descansos del rodaje porque pensaba que ese dolor le ayudaba en su interpretación–, pero no tanto como para adquirir tal manejo de los pies que demuestra en algunas escenas, donde era doblado por Peter Dismuki, alguien que había nacido sin brazos y por ello había desarrollado tales destrezas.

La fatalidad de un destino inaplazable e inapelable, muy en la línea de como sería tratado ese elemento por Fritz Lang a lo largo de su extraordinaria filmografía, no tendrá ninguna piedad con Alonzo, cuyo amor por Nanon será a todas luces imposible; siendo su desesperada y alienante búsqueda por parte de Alonzo la causante directa de todas sus desdichas. Los amantes de buscar tres pies al gato podrían decir que todo el argumento está inmerso en el mayor de los ideales reaccionarios, donde debe primar la normalidad y el orden, siendo castigada cualquier salida de tono, diferencia o anormalidad, que siempre será entendida como monstruosa y reprimida como merece. Por el contrario, será la virtud, representada por la belleza femenina y la fortaleza masculina, ideales clásicos donde los haya, quien merecerá toda expectativa de felicidad y futuro prometedor. Tornas que iban a verse alteradas drásticamente en la sin par y posterior La parada de los monstruos en una evidente operación de desenmascaramiento de tan conservadoras creencias.   

Juan Andrés Pedrero Santos


PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE"