martes, 4 de octubre de 2016

"CARRIE" ("CARRIE", 1976, BRIAN DE PALMA)




Cuando Stephen King (Maine, 1947) recibía a principios de 1973 un adelanto de 2.500 dólares por la próxima publicación de su primera novela, “Carrie”, no imaginaba cómo iba a cambiar su vida en un futuro cercano, dedicado por entonces a subsistir con lo poco que ganaba escribiendo algunos relatos de género para revistas masculinas, sus 6.400 dólares anuales de salario como profesor de lengua en una escuela pública y el sueldo que recibía su mujer sirviendo cafés en un Dunkin´ Donuts; ingresos que únicamente le permitían vivir en una caravana sin teléfono –acceder a esa tecnología hubiera sido todo un lujo– y sólo a un paso de necesitar la ayuda social del gobierno. “Carrie” se publicaba en 1974, y dos años más tarde ya se estrenaba la que iba a ser la primera de las muchas adaptaciones cinematográficas que las novelas de King han merecido durante su larga, exitosa y todavía inacabada trayectoria literaria; un auténtico filón para el cine y para su bolsillo desde entonces.   

Carrie (Carrie, 1976, Brian De Palma) nos cuenta cómo la llegada inesperada de la primera regla supondrá el detonante y el amplificador de los poderes telequinésicos de una joven que vive reprimida por el fundamentalismo religioso de su madre. La primera menstruación en la pubertad y su exteriorización necesaria a través de la sangre –con las connotaciones inquietantes originadas por la presencia de esta– es sin duda una temática muy sugerente dados los cambios y conflictos que la acompañan, más allá de suponer la culminación del desarrollo biológico de la mujer. Su llegada conlleva tanto la capacidad de la mujer de convertirse en madre como su apertura plena al mundo de la sexualidad, dejando definitivamente atrás la infancia desde un punto de vista estrictamente fisiológico. Asimismo no es menos importante ese nuevo reto vital derivado de la renovación de los parámetros que regirán su relación con el entorno y consigo misma. En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984, Neil Jordan) trata esta misma temática extremando las posibilidades metafóricas a las que se presta, recreando con un tono tan naif como morboso la lectura presente en el primigenio cuento de tradición oral y origen europeo “Caperucita roja”, luego ampliada con la inspiración en la más elaborada simbología de las interpretaciones literarias posteriores, llevadas a cabo por Charles Perrault y los hermanos Grimm. King y De Palma recorren un camino distinto al de Jordan, cuya aportación es ofrecer un andamiaje fantástico, pleno de alegoría, con el que articular un rico retrato abstracto de ese enfrentamiento de la mujer a la edad adulta y del ajuste requerido en su relación con el género masculino. Lo que hace De Palma es tomar esa primera menstruación de Carrie (Sissy Spacek) como excusa solvente y trampolín desde el que acometer otros objetivos; esto es, como núcleo central y de partida desde el que elaborar un discurso más moderno y polisémico, si se quiere menos antropológico, en el que la violencia jugará ese papel catalizador de tensiones, contradicciones y frustraciones habitual en el cine del director de New Jersey; así se justifica su presencia en Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980), El precio del poder (Scarface, 1983), Los intocables de Eliot Ness (The Untouchables, 1987), Corazones de hierro (Casualties of War, 1989), Atrapado por su pasado (Carlito´s Way, 1993) o Redacted (Redacted, 2007), sin ser las únicas donde ese elemento está presente. Una violencia que no sólo se puede ejercer por la fuerza de las armas, sino también con la imposición religiosa que esclaviza a Carrie, con el constante desprecio de sus compañeras, con la felación con la que Chris (Nancy Allen) obliga a Billy (John Travolta) a auxiliarla en sus propósitos o con la fuerza destructiva de la naturaleza en que se convierte igualmente Carrie.  

La elegancia y el sentido de la medida en la puesta en escena de todos los temas que Carrie saca a colación elevan su importancia con el conocimiento postrero de las características que definen a su director, cuyo demostrado singular apego al exhibicionismo técnico (en cierto modo, quizás una forma de exhibición intelectual de sí mismo) es capaz de convertir la forma –elemento esencial en el cine como modo de expresión– en protagonista y parte del contenido de sus historias. La riqueza de Carrie reside en la manera tan acertadamente sutil utilizada para tratar los diversos subtextos que se generan a lo largo del relato; algunos con lecturas que trascienden de aquella que debe tomarse como prioritaria, por principal, obvia y universal, pues el sano y necesario ejercicio de contextualizar la cinta en el momento histórico al que pertenecen tanto la película como la obra literaria que adapta arroja resultados cuya valoración, aunque coyuntural, no es gratuita y no debe dejarse de lado. Algo que no sucede en el innecesario aunque válido remake dirigido en 2013 por Kimberly Peirce –si la elección de una mujer como responsable del mismo estaba premeditada no parece haber quedado rastro que lo justificase–, pues, pese a que la literalidad del argumento es la misma en ambas versiones, ni están presentes los atributos que destacan a De Palma, ni la pretendida actualización que supone –que no reinterpretación– atesora la misma riqueza que la cinta protagonizada por Sissy Spacek adquiere gracias a esa perspectiva histórica, preocupada como está la directora de la nueva versión por seguir fielmente el esquema argumental previo entregado por su antecesor, empero poniéndose al servicio de una producción que no duda en sobredimensionar el alcance de los efectos especiales en un intento de ponerlos al día –como si eso fuera una obligación per se–, confundiendo al personaje de esta nueva Carrie, interpretada por la prometedora Chlöe Grace Moretz, con el Magneto de los X-Men, sin siquiera conceder a la audiencia el beneficio de la duda respecto a su propia capacidad de valorar en lo que vale la moderación y la justedad de ese apartado técnico, desenfocando de ese modo el análisis más adecuado que merece la historia que nos quiere contar. No obstante, ese parcial mimetismo irreflexivo puesto de largo en el remake no hará sino dotar de artificialidad esa nueva visión, dejándola huérfana del alma que sí puede percibirse sobradamente en la adaptación de De Palma; carencia que convierte esta revisión en un cuerpo (en parte) inerte, eso sí, cargado de muy buenas intenciones.

La montaña rusa a la que se enfrenta Carrie comenzará el día que el denso líquido escarlata fluye desde su cuerpo, recorriendo sus piernas y empapando sus manos mientras toma una ducha purificadora en los vestuarios de la high school, ese otro microsistema tan explotado por el cine norteamericano como reducto temporal donde solventar (o no) los primeros conflictos. El vivo ejemplo de esa construcción de contenido a partir de la forma, antes citada, es el acercamiento de la cámara de De Palma hasta la actriz en la segunda secuencia, avanzando en cámara lenta entre los lozanos y poco pudorosos cuerpos desnudos de las compañeras de clase de nuestra protagonista. Todo termina en un plano de detalle que recorre un cuerpo femenino, el de Carrie, cuyos atributos se muestran esquivos a ser fotografiados. Ese alborozo e indiferencia a la exposición de sus cuerpos de las otras chicas contrasta con el ensimismamiento demostrado por Carrie en la limpieza de su anatomía, muy capaz de evocar un tímido ejercicio de onanismo. Hasta ese instante ella creía conocer el mundo, entenderlo de la determinada manera impuesta por su madre. Pero tan sorpresivo descubrimiento hará explotar un humillante incidente cuya responsabilidad última recaerá sobre quien, creyendo protegerla, no hace sino convertirla en un monstruo –un friki en toda regla, valga la expresión, según la literal actualización terminológica utilizada en el remake–. El incidente y los poderes revelados forzarán a Carrie a replantearse todo, lo que está bien y lo que está mal, lo que debe hacer y lo que no, y a actuar en consecuencia. Pero «un gran poder conlleva una gran responsabilidad», y, creyendo falsamente hacer de la necesidad virtud, verá como la utilización desbocada de sus poderes telequinésicos serán insuficientes para demostrar que el entorno no es más fuerte que ella, pues éste, implacable, hará que todo aquello que Carrie creía haber conquistado se desmorone en un instante, justo a la velocidad en que un cubo de sangre de cerdo se vacía sobre su cabeza. Una escena presentada en su totalidad en cámara lenta, subrayando así el espacio virtualmente onírico sobre el que subyace. Cuando el contenido del cubo, estratégicamente colocado, cae sobre la recién elegida reina del baile, el ralentí continúa pero pierde el acompañamiento musical que traía, trocándose la escena en fantasmagóricamente silente, excepto por el sonido del cubo al caer. Esa puesta en escena representa, en su primera parte –convenimos que la caída del cubo es su línea divisoria–, la abrumadora felicidad de la chica, para pasar, tras el baño de sangre, a identificarse con el mundo de locura e irrealidad que asola la mente de Carrie en ese punto, cuyos pasos a través de la sala, ensangrentado todo su cuerpo, parecen desplazarla levitando como un alma en pena. 

Más complejo que su remake, este Carrie de De Palma es varias cosas a la vez. Es una crónica abstracta de cómo la sociedad norteamericana de los setenta perdía la confianza en el american way of life, esa supuesta guía hacia el idealizado estado del bienestar simbolizado por las dulces imágenes de los tranquilos barrios periféricos de las grandes ciudades norteamericanas, hábitats naturales de las clases medias huidas del hostil centro de la urbe moderna, con sus calles limpias y ordenadas, sus aceras flanqueadas por cuidados céspedes y bonitas y grandes casas colmadas de electrodomésticos con los que hacer la vida más agradable; lugares, en definitiva, donde disfrutar del sueño americano. Un estereotipo incansablemente difundido por el cine fantástico americano sobre todo desde finales de los años setenta, convertido en ese lugar común sobre el que atraer todo tipo de elementos distorsionadores de la confortable rutina que representa, ya sea en forma de ubicuos psychokillers –La noche de Halloween (Halloween, 1978, John Carpenter)–, sucesos paranormales –Poltergeist. Fenómenos extraños (Poltergeist, 1982, Tobe Hooper)– seres de otro planeta –E.T. El extraterrestre (E.T the Extra-Terrestrial, 1982, Steven Spielberg)–, lentas pero decididas metáforas –It Follows (It Follows, 2014, David Robert Mitchell)– o iracundas adolescentes pecosas con destructivos superpoderes. Ese es el estilo de vida al que tenemos acceso cuando la enloquecida progenitora de Carrie (Piper Laurie) visita la casa de Sue (Amy Irving) para practicar proselitismo de su retorcida interpretación de la Biblia y recibir el desprecio que merece. Tan lustroso vecindario tiene su contrapunto en la atmósfera cuasi gótica del interior de la casa donde viven Carrie y su madre, un lugar sucio, sombrío y plagado de simbología religiosa, donde cuentan con un cuarto oscuro/capilla donde ayudar a la joven a redimirse de sus pecados. Un tenebroso lugar que representa lo que hay debajo de la confortable epidermis que se nos quiere mostrar de América. Y conectando uno y otro extremo encontramos la vergüenza perdida con el caso Watergate y la sangre derramada en Vietnam, en los conflictos raciales, en el magnicidio de J.F. Kennedy o en el asesinato de Martin Luther King; pedazos de un sueño roto surgidos de una realidad revelada, perturbadora y difícil de asumir.

Pero Carrie también es la crónica trágica de ese eterno conflicto del adolescente con su entorno. La pubertad es un territorio de incomprensión, de rebeldía contra la autoridad, de búsqueda, de temores, inseguridades y frustraciones, donde a veces la mejor opción es esconderse siendo tragado por la tierra; anhelo que Carrie consigue literalmente. Un ánimo que no dudará en alternarse con momentos donde uno cree ser capaz de comerse el mundo –o de prenderle fuego, tanto da– en un intento vano de imponer una pretendida singularidad a través del rechazo de esa otra mediocridad que se nos ofrece como modo de vida pret-a-porter. Carrie, a la postre y adelantándose a esa estandarización y asunción de la norma de la que es tan difícil escapar, implora por sentirse uno más del rebaño, como una chica que sólo aspira a ser normal en contra de los deseos de su madre, para quien la normalidad es el camino más directo y expedito hacia el infierno. Su máximo sueño es formar parte de ese mundo de color de rosa por el que también suspiraba la peripatética Audrey (Ellen Greene) de La tienda de los horrores (Little Shop of Horrors, 1986, Frank Oz) en sus aburguesadas ensoñaciones, evocadoras de esa publicidad en colores pastel de los cincuenta, que abogaba precisamente por la consecución de una familia y un hogar tan estereotipados como las antes mentadas barriadas que esa clase media estaba destinada a poblar. Un destino cuyo primer paso para todo joven de bien es la asistencia al baile de graduación; prematura y ficticia inauguración oficial de la entrada en el mundo de los adultos. Una celebración colectiva, estrictamente codificada, símbolo y recreación de ese mundo ideal soñado al que Carrie, pese a su poca popularidad, conseguirá ser invitada por uno de los chicos más apuestos del instituto. Un acompañante que en realidad es el novio de Sue, la única de las compañeras de Carrie dispuesta a enmendar la humillación en la que participó, quien pretende acallar la voz de su conciencia con la cesión temporal en usufructo de su prometido. Y como alegoría del destino de ese mundo perfecto, en un escenario similar al del “Baile del encantamiento bajo el mar” en el que Marty McFly se afanará por unir a sus padres para reconstruir el futuro tal y como estaba escrito, la celebración se convertirá en una ratonera mortal cuyo clímax se expresará con la misma violencia que los sucesos históricos que truncaron la cara más alegre de América.    

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.